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Sol Linares

DICCIONARIO SENTIMENTAL DE VERBOS

Por Sol Linares
sol.linares.r@gmail.com



Imagen: Alexander Aldana. Éxodo | 


A Isis Matheus

Sólo los imbéciles pueden llegar a burlarse de un venezolano que se va. Tantas cosas hay para ofender, para escarnecer,  y eligen el instante en que un venezolano tira de la manilla, observa a sus hijos, la casa, a su país en cada cosa, cierra la puerta y lo deja todo. Hay que ser muy tonto para encontrar risa en esto, o estar reposando cómodamente en algún sillón de su casa o en alguna corriente de pensamiento que le favorezca. Quien lo hace, se burla también de los saharauis, mexicanos, africanos, chinos, peruanos, sirios, colombianos, chilenos, coreanos, etc, que hoy o en otro momento histórico han cerrado los ojos para imaginar los paisajes de las tierras que han dejado atrás. Se ríen a carcajadas de venezolanos que dejan su profesión para limpiar pocetas, barrer, y servir de meseros en restaurantes de otros países. Pero con esas carcajadas también ríen de todos los meseros del mundo, de todos los barrenderos, y de todos los que limpian los sanitarios de éste y otro lugar. ¿Quedarán garzas rezagadas a la orilla de algún charco, cascando sus picos muertas de risa, cuando la bandada decide levantar vuelo hacia otros parajes? ¿Cómo es la risa cínica de un salmón?

Siempre he dudado de lo que dice la mayoría, entre quienes se prestan pasiones para mezclar mentiras con verdades y hacer con el resultado carnadas de cualquier especie. Voy en sentido contrario a donde se dirigen los desesperados y los convencidos. Por eso digo: no es mejor el que se queda, ni más patriota, ni más valiente, ni más bueno. No hay forma de medir tales cosas. Ni existe un termómetro moral para trazar una división entre los buenos y los malos. Habría que empezar a escupir la memoria de Andrés Bello o Miranda, por ejemplo, con el riesgo de que la saliva se devuelva y nos caiga en las narices.

Escribo este verbo en tono íntimo violando mis pautas de la ficción. Sólo encontré esta forma de despedirme de cada venezolano que recoge lo mínimo y atraviesa las fronteras. Respeto y admiro a quienes le agregan más incertidumbre a la incertidumbre de la vida. Cuando en una maleta cabe todo lo que alguien es, entonces está listo para marcharse.

¿Que qué te llevas? Te preguntas. Pues no, no te lleva el país, pero sí la identidad. No te llevas a la familia, pero sí la memoria repleta de gente. No te llevas la casa, pero nadie ha dicho que sea la única casa que puedas llegar a tener, ni el único lugar posible. No te llevas la biblioteca, pero sí la lengua materna. No te llevas al Caribe, pero sí su temperamento. No te llevas un empleo, pero sí lo que has aprendido. No te llevas los amores, pero sí el corazón. No te llevas las matitas, pero sí las manos para sembrar otras. No te llevas a los amigos, pero nadie hay mejor que un venezolano para hacerlos. No te llevas el carro, la bici, la moto, pero sí los pies. En la sangre te llevas otras cosas menos pesadas e igual de importantes: el ADN, la pasión y el ímpetu de los libertadores. A la hora de decir tu lugar de origen, no agaches la cabeza, ni titubees, porque no eres el primero en emigrar ni serás el último. Levanta la cara; mucho hemos hospedado gente de otras partes corriendo atemorizados por otros terrores.

¿Qué no será fácil? Nacer no lo es, y en adelante nada lo ha sido, y aquí estás. ¿Que dejas todo lo que has construido? Bueno, el mundo sería bien feo si Eiffel se hubiera llevado a la tumba su torre, o Cervantes al Quijote, o Van Gogh la noche estrellada, o Picasso su Guernica, o Vivaldi sus cuatro estaciones, o Clarice Lispector la manzana en lo oscuro, o Saint-Exupéry el principito, o Pasteur la penicilina, o Bethoveen la novena, o Botero a sus gordas, o Rafael Bolívar el alma llanera, o los hermanos Wright los aviones, o Marlon Brando el padrino, o los hermanos Lumièr el cinematógrafo, o Sthepehn Hawking la historia del tiempo, o George Harrinson la canción here’s comes the sun, o Chaplin su Charlot, o Julie Andrews su Mary Poppins, o Paul Landowski el Cristo de Corcovado, o, si se hubiera hundido con Virginia Wolf “Las olas” en el río Ouse donde se ahogó. Nadie se lleva nada, y es tan definitivo esto que, lamentablemente, ni Oppenheimer pudo llevarse consigo la bomba atómica.

Estando afuera, el país se crece en uno. El himno nacional que cantábamos en la escuela mezclando versos de Vicente Salias con bostezos, te hará ensanchar el pecho. Hazlo bien. Reafírmate. Aprende lo mejor de otras sociedades para que en algún momento nos ayudes a mejorar, y enseña lo mejor de la nuestra para que otros se transformen. Ser venezolano es algo que se entiende más desde otras orillas.

No te deseo, como Nietzsche a sus pocos amigos, el sufrimiento, el abandono, la enfermedad, el desprecio. Él creía que de esta forma se revela el valor de alguien, y que vivir peligrosamente cultiva la existencia y el gozo. No. Yo no tengo la agudeza de Nietzsche ni su capacidad de pensar. Sin embargo, tengo algo que Nietzsche no tuvo: una hija. Mejor desearte lo que desearía para ella: que si regresas, seas más bello y más sabio.





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Escrito Por Sol Linares

El país sin amigos, es una tierra extraña. Sin hermanos, sin hijos. Como la pintura de un paisaje del que van desapareciendo los árboles, las montañas, las nubes. Como un edificio donde se van apagando las luces poco a poco. Como una fotografía en la que se van borrando las personas de tu álbum favorito. Vas quedando tú en esas fotos, y tus gestos son cada vez más absurdos. Por ejemplo, se ha ido la cabeza de ese amigo sobre la que ponías los cachitos con los dedos de tus manos, entonces queda tu mano haciendo un símbolo medio rockero y medio tonto. O esa donde abrazabas a dos amigos y quedas tú con los brazos abiertos con cara de Cristo esquizofrénico. O aquella foto donde besabas la mejilla de alguien y ahora estás tú nada más, con los ojos cerrados, y tu bocaza hace un esfuerzo fantasmal y sin sentido. Así es como los álbumes se van llenando de huecos. Tú en el picnic del parque, en la fotito del Pico del Águila, levantando un vaso de cerveza en el bar, soplando las velitas de algún cumple, la noche de las hamburguesas caseras, las inacabables pijamadas de los hijos, en el grado, la playa. Es que un borrador gigante anda suelto por ahí. De pronto te sientes protagonizando una película sobre la abducción.


No es para menos. Cada día te levantas y sales a la calle. La ciudad tiene ese aspecto de reportaje del National Geografic. En cada basurero sobran posibilidades de ganar un Pullitzer. Caminas. Vas al trabajo. Pero esas calles ya no son las mismas. Ves a las personas y tienes la impresión que todas son nuevas, que vinieron de polizontes en el Arca de Noé. Igual te abres paso entre esos desconocidos, algo te dice que hablan español sólo para decir cuán deprimidos se encuentran. Es una escena que se repite en cada metro de la ciudad, todos usando más o menos las mismas palabras y los mismos gestos en una catarsis colectiva, como actores de segunda prevenidos para el casting de the walking dead. En fin, atraviesas los bulevares, las avenidas. Ves en los rostros algo del tuyo: las facciones de la resistencia. Si prestas atención, reconocerás quién se ha quedado atrapado en el país y quién ha decidido quedarse, quién recibe auxilio de emigrantes, quién vive de las estafas a los que se van, quién continúa invirtiendo y quién tiene verdaderas esperanzas. Continúas. Ves que hay gente nueva sentada en los cafés donde antes una amiga gritaba tu nombre. Sobre esa novedad avanzas, nadie te detiene con un abrazo inesperado. En la esquina del semáforo nadie te tapa los ojos y espera a que adivines quién es. Total que la ciudad no es amiga, y sus horrores lastiman más que siempre. Lo entiendes, ahora que le has pasado la lengua a una guitarra sin cuerdas, entiendes que a eso sabe un país sin amigos. Sin hermanos, sin hijos. Sabe a ventana cerrada, a techo de zinc, a bandera guardada. Llegas al trabajo. Contra todos los pronósticos, abres la puerta de la oficina (o del salón de clases, del consultorio, el teatro, o la tienda. O entras al armatoste donde revendes productos). Entras, sientes que te toca la brisa de una singular belleza, es un sentimiento cursi y heroico, el que produce la aventura de llegar al trabajo aún sin pasaje, sin transporte, sin gasolina. Así pasas la mañana. Mientras vendes, firmas actas, escuchas un corazón con el estetoscopio, llenas carteleras con efemérides, administras, litigas, te preguntas (entre sorprendido y rabioso), cómo trabajas un mes para un día de alimentos, y también te preguntas cómo sigues vivo, o cómo es que sigues. Tal vez en el justo momento en que alguien se hace la misma pregunta en voz alta, delante de ti, y cuenta su bitácora, y arrima a la tuya algo peor. Al atardecer, regresas a la parada (ahí se filma otra escena de the walking dead). Si de casualidad encuentras a un conocido, salta hacia ti de la nada para preguntarte, con un fondo de violencia: ¿qué haces aquí?, ¿por qué no te has ido? Es una pregunta odiosa y terriblemente lógica. Tartamudeas. Respondes esquivamente. Escuchas, como cada día, las historias de quienes se van. Escuchas en silencio y un poco abochornado, las noticias del progreso, las bonanzas del afuera, las oportunidades. Todos murmuran en voz alta, de oreja en oreja, el “sueño americano”, el sueño “peruano”, el “sueño chileno”, “el sueño “ecuatoriano”. Por instantes, esos murmullos, essos sueños enjambrecidos te acorralan, le agregan a tu necesidad de sobrevivir la necesidad de irte. Sientes la presión de dos polos opuestos: vives entre la angustia de tu país y la angustia de la frontera. Te despides. Continúas hacia a la parada, cada día es más urgente llegar a casa. Haces la cola. Entiendes que si no mandas al demonio tu moral civilizatoria no podrás irte. Te despellejas con la gente para subir al yutong, o al camión en el que te irás arrumado como un cerdo de monte, sonriendo porque la brisa te espeluca.

Llegas a casa, cansado de lidiar con tantos obstáculos. Tu hija te pregunta:

―¿Por quién sientes más compasión, por la muerte de una vaca o de un pez?

Y tú, con cara de fresa pensativa, dices:

―Por una vaca.

―¿Y eso por qué?

―No sé. Será porque soy de la tierra, como la vaca. En cambio los peces son unos desconocidos.

El desafío, para quienes se quedan, abarca toda la rutina. Y sin embargo, un día te despierta una fuerte visión. Esa visión te saca disparado de la cama. Te ha revitalizado. Sonríes. Sirves café. No sabes en qué momento parecía convenirte un país hecho trizas. Tampoco cuándo te acostumbraste a moverte con la corriente de un cardumen desorientado y desesperado. O en qué instante comenzaste a ponerte de acuerdo con el miedo y la desesperanza. Es verdad. Puede que te vayas. Puede que pagues una fortuna a los estafadores del SAIME. Puede que apostilles tu vida. Puede que tengas que dejarte vejar de algún militar fronterizo. Puede que consigas una visa a algún paraíso latinoamericano donde nadie te quiere demasiado. Puede que abandones tu casa. Puede que te separes de tu familia. Puede que dejes tu ciudad. Pero hoy no. Hoy el cardumen no decide por ti. Ni los emigrantes. Ni el gobierno. Ni Trump. Ni la OEA. Ni la UE. Ni dólar today. Ni la inflación. Hoy quieres descansar de todos ellos. Hoy quieres luchar aquí un rato. Comprendes que aún no lo has entregado todo. Hoy quieres encender las luces de los edificios, llenar las fotos de nuevos amigos, pintar otros árboles, otras montañas, otras nubes. Hoy sabes que tus quejas adormecen tu voluntad. Que eres responsable de la reproducción del terror y la tristeza. Que puedes transformar tus pequeños espacios. Que eres creativo. Que puedes fundar entre las ruinas. Que es hora de trascender las instituciones. Que puedes ayudar a los otros. Que debes denunciar la injusticia sin miedo. Hoy tu visión te arropa: quieres quedarte. Quieres estar entre quienes lloran y ríen a la vez, como locos. Quieres saber qué es reconstruir un país, y hacer nuevos amigos en el intento.

Sorbes café. Miras todo lo que viene. Lo difícil que será. Y es posible que te dominen las ganas de irte cuando todo se vea peor. Cuando solo tengas lentejitas mexicanas en tu plato. Cuando todas las farmacias quiebren. Cuando los oxiuros y la candidiasis y la difteria. Pero hoy no. Quién sabe, tal vez alcances a tus amigos, a tus hermanos, a tus hijos en Santiago de Chile, Lima, Medellín. Tienes ese derecho. Pero todavía no. Algo tienes que hacer aquí antes de que el borrador te elimine de la foto.



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Tesa González, ilustradora. De las mejores. Me hace feliz. Bueno, bueno, ya.

A Josué, mi hermano

El niño vive en la casa que dibuja. Cabe en la hoja exactamente lo que tiene. Por esa ventana irregular, más grande que la puerta, es por donde el niño se asoma. Esa puerta, pequeña, ladeada ligeramente hacia un lado como si fuera a derribarse, es la puerta por donde entra la madre del niño que dibuja. Ese perro, con las patas achaparradas, como salidas de los costados, es el perro que el niño que dibuja, acaricia. Esa gallina, más grande que el perro, es la gallina que se come el maíz que el niño que dibuja, le arroja. Ese sol que sonríe a escasos centímetros del techo de la casa, es la esfera que entibia al niño que dibuja. Eso, que el pincel traza como si lo estuviera escupiendo, como si el mundo estuviera constreñido en los tubos del óleo, es lo que el niño que dibuja posee. El niño pinta de azul lo que conviene pintar de azul y ningún otro color podrá oponérsele. Se entiende entonces que la hoja blanca o la pared, no es una hoja, o una pared, sino un espacio para ajusticiar cualquier cosa de naturaleza ideal, y en adelante el cuadro colgado, por decir, no es un cuadro colgado, sino un mundo que no se derrama y que por fortuna tampoco cambia, y que un espejo no es un espejo, sino un agujero en el que nadie entra y del que nadie sale, y que un afiche no es un afiche, sino la sentencia de una gran admiración, y que una guirnalda no es una guirnalda, sino el símbolo de la ternura, y que un retrato no es un retrato, sino un hombre asustadizo, que los peluches no son peluches, sino un gesto amistoso que tarde o temprano debe devolverse, que un título no es un título sino un beso al jinete, que un papagayo no es un papagayo sino una mano larga, que la cabeza de un toro no es la cabeza de un toro, sino la hazaña de un cobarde, que un rifle no es un rifle, sino una ventaja contra el desarmado, que un delantal no es un delantal, sino una piel indolora y lavable, que un ula-ula no es un ula-ula, sino un círculo dentro de otro círculo con tornos apasionados, que la lámpara no es lámpara sino el hogar insospechado del agua, que el almanaque no es almanaque sino una garza aplastada en el miedo, que la guitarra no es guitarra sino una cueva sin zorros, que las medallas no son medallas sino aplausos, y así, todo una cantidad de sentidos que pueden sostenerse atornillados a un ramplú y luego ser expuestos por alguien que cree en lo que cuelga y en lo que exhibe.

Si concedemos a esta explicación una primera ventaja, es el niño el primero en dibujar las cosas cuando son intensamente lo que son, por lo que le basta una casa con tan sólo una puerta por donde se pueda entrar y salir, con una única calzada que conduzca a ella, un único cielo donde caben el sol y la luna, y sus padres, acuarelados, acreyonados, por lo general más grandes que la casa, caminan juntos sobre la caliza y nunca se separan. Aunque esto último no sea cierto, y venga a ser, en resumen, el único error de la pintura.


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Escrito por Sol Linares

Llegué a Peraza a cubrir la noticia de que la especie humana comenzaría un nuevo proceso de evolución genética. Cuando el jefe refirió el motivo de mi vuelo a Barinas, vacilé. Me pareció que decía: anda y graba la forma en que una tuteca desarrolla de nuevo la cola que perdió en un ataque. Está loco, me dije, pero como en este mundo todos lo estamos y, como no hay noticia que no tenga ese matiz de absurdidad, al día siguiente ya estaba recuperando mi equipaje en la correa rodante del aeropuerto.

Esperaba encontrar el pueblo tomado por comunidades científicas. Para mi sorpresa, no había miembros de ningún gremio, ni científicos, ni camarógrafos, ni reporteros, ni entes gubernamentales. No había nadie. Pisé un pueblo como soñado por Juan Rulfo.

—A Peraza la vaciaron —dijo el chofer del jeep que me trasladó esa mañana—. Dicen que quien entra, no sale.

Desde entonces me ha tocado dormir en la habitación de un hotel abandonado. Llevo días aquí, azotada por el calor y una ventisca agridulce.  Doy paseos por el lugar. Investigo, bostezo y anoto en la libreta todas mis impresiones.

7  de abril de 2035
En la aldea no hay nadie. Ni un alma a la redonda. ¿Dónde están todos? El pueblo sigue en pie sobre la tierra anaranjada y alcalina, sin embargo, algo vació al pueblo. Ni siquiera hay monos en la plaza jugando con la basura de las cestas. Transito las calles. Tampoco hay gente en la casa del Corregidor. Ni policías, ni indigentes. Estacionadas en filas quedaron las bicicletas. Fuera de esto no hay signos de vida en el pueblo, apenas grupos de membrilleros silvestres que crecen por los corridos, oponiendo resistencia al calor.

8 de abril de 2035
Mediodía
El viento arrastra una bola de pelos por los adoquines de la plaza.  La veo girar, hacer un recorrido de pocos metros, hasta que una raíz superficial la detiene y allí se queda, crispada. Son muchas, centenares de bolas de pelos. La brisa las mueve sin dificultad, pero la mayoría queda atrapada en el césped y producen montículos suaves en todas las extensiones sombreadas.

10 de abril
8:30 a.m
He regresado a la plaza después de caer toda la noche en un sueño profundo. Soñé con monos. Uno de los monos tenía barba blanca y un sombrero de aletas; creo que era Charles Darwin. En la plaza, avanzo la vista por la tierra. Es a los pies de los árboles donde hay más de estos mogotes. Camas y camas finas de pelos parduzcos sitiadas en los alrededores, como si hubieran esquilado no sé qué tipo de osos del cielo. La plaza guarda el silencio de un cigoto. Todo en general huele a embrión, a carne recién formada. Este olor me abruma, es el olor penetrante de un museo de niños fallidos.

14 de abril
Noche
Me ha brotado una endemoniada alergia en la piel. Tengo parches blancos. Pierdo cabello rápidamente. Me pica todo. Hasta los párpados me pican. Me habré rascado tan fuerte que se me han caído las cejas y las pestañas.

15 de abril
Estoy aislada en este pueblo. No hay señal móvil. ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de aquí? Tomo asiento en una banqueta. Lo más popular de Peraza era su plaza llena de monos. Ahora sólo hay este gesto de primera vez en todas las cosas. Los monos no pueden haber muerto. Dicen que antes y después de la gente estaban los monos de Peraza. No sé qué hago aquí. Estoy metida en un vaciadero.

Mediodía
Me siento en la acera a llorar. Soy una mujer calva llorando en un pueblo abandonado.

20 de abril
Ya no soy la misma mujer que llegó a Peraza hace trece días. Soy un paisaje distinto. Después de perder todo mi cabello, toda la pequeña lana de mis brazos, los vellos de mi vulva, un pelo grueso y marrón se ha ido apropiando de mis partes. Mis piernas están llenas de pelos largos, comunidades de islas peludas crecen y se fusionan. Surgen en mi piel, como si siempre hubieran estado debajo, esperando un error del tiempo.

22 de abril
Un mogote de pelos cae del árbol que me da sombra. Aterriza entre las raíces. Me yergo, por instinto. Detrás de éste cae otro, y otro, y otro más. Estas bolas de pelos provienen de los árboles, ahora lo sé. Nada se me ocurre excepto que a los monos se les está cayendo el pelo. ¿Pero dónde están? Dedico unos minutos a observar entre las ramas. Camino hacia el pie de un samán. Allí, una imagen me trastorna. Arriba, agarrados de las ramas a modo de cabrestantes, hay seres humanos.

Están desnudos, calvos. Todavía hay mechones de pelos en sus cráneos. Retrocedo. Reviso cada árbol de la plaza. Las copas de los árboles están cundidas de seres humanos. Se contemplan entre sí. Húmedos, ensangrentados, todavía cubiertos por una membrana serosa. Un escalofrío me estremece. Estos son los monos de Peraza. Han estado cambiando en las copas de los árboles, han estado vengándose de nosotros a escondidas.

25 de abril
Encontré al chofer del jeep sentado en una banca de la plaza. Trae la cara y los brazos cubiertos de pelos parduzcos. Durante horas se ha ido sumando más gente. Niños, ancianos, mujeres, hombres. Vienen cabizbajos, humillados, cundidos de pelos. Formamos grupos tristes y homogéneos bajo las macizos. Nadie se queja. No había visto gente tan sosegada en mitad de un castigo. Todos esperamos el momento de regresar. Hay paz.

Ya no sé qué día es hoy
Los nuevos seres humanos bajaron, iban tropezándose con las cosas. No es para menos. Dejamos un mundo hecho, perfeccionado en miles de años. Les toca aprender a legislar, educar, construir, escribir, fundar sobre lo habido un mundo nuevo. Estoy a mitad de un instante íntimo entre la naturaleza y nosotros. Si estoy soñando perdí toda esperanza de despertar: Los monos de Peraza evolucionaron en mis narices, y nosotros, desterrados, equivocados, malditos, esperamos el momento de regresar a los árboles.












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            Mauricio es mago. Lo conocí en el café de Biagio durante la función. Esa noche subí las escaleras que conducen a la pérgola y me instalé en la esquina de la barra. Sobre los hechos no tuve ninguna responsabilidad; nací con mala leche. Acababa de quedar desempleada y me dominaba cierta languidez de espíritu, ese estado indeterminado que aprovecha el destino para burlarse de uno.  Qué importa, ya no sé si uno reencarna hacia adelante o hacia atrás, en el pasado o en el futuro. Recuerdo que revisé mi cartera. Sobresalieron algunos objetos damnificados: un teléfono sin saldo, una galleta oreo y un labial viejo que olía a encía. De dinero casi nada,  apenas me alcanzaba para un mojito. Aún sintiéndome miserable reiné en la barra con aire reflexivo, siempre he tenido ademanes refinados hasta en la pobreza, de manera que no me costó despistar al bartender obligando al hielo a deshacerse para que me rindiera el trago.
Había poca gente, bostezaban mientras Mauricio cortaba a una mujer por la mitad.
            —¡Es un desastre! —escuché a mis espaldas.
            Era Biagio, el dueño del bar. Iba y venía de un lado al otro, decía cosas en italiano, ¡porca la miseria!, ¡ma che cazzata stai facendo!, con esa actitud clásica que emplean los italianos para dejar claro que con ellos empieza y termina el sufrimiento. La noche era bella y dramática. O Biagio la embellecía con sus gritos, se llevaba las manos a la cabeza y sufría. Es natural en ellos comportarse de ese modo; en Italia todos nacen con las manos en la cabeza, como si en algún momento fuera a caerse la torre Pisa.
En el escenario, el mago forcejeaba con el serrucho. Daba ternura verlo cortar a la mujer y acomodarse un paltó que le quedaba grande. La asistente se defendía sin llegar a mostrar interés por sus mosaicos. Odiaba que Mauricio, siendo mago, fuera tan inepto para aparecer una casita donde pudieran vivir juntos. Aquella mujer estropeaba el espectáculo con su fingido interés, por mucho que Mauricio magnificara un truco, ella lo hacía ver defectuoso y vulgar. En el tercer acto se tornó impertinente y salió de la cámara oscura cuando le dio la gana, arisca y sofocada como una mujer que sale de un baño público. Biagio la echó no bien puso los pies fuera del escenario:
—¡Te largas! —Su brazo apuntaba a un lugar más allá de la calle, más allá del continente. Me pareció que en los Apeninos.
—Pero Biagio —dijo Mauricio.
—Cállate o te vas tú también.
Luego me miró.
—Y tú. Serás la asistente de Mauricio.
—¿Yo?
—Es muy gorda —dijo Mauricio encontrando en mí un obstáculo para sujetarme al arnés.
            —¡Pero qué importa, Mauricio! —Gritó Biagio dándole la espalda— ¡Necesitamos alguien convincente!
            — ¿Y qué con eso? —preguntó Mauricio irritado.
            —¡Oh, imbecille! ¡Alguien que sufra si la picas! ¡O alguien que vuele si la haces levitar!
El argumento nos persuadió. Me tocó empezar esa misma noche, en la cámara de gas. Mauricio me explicó la ciencia del truco y me prometió rescatarme antes de morirme. Pese a mi inexperiencia logramos salir aireados,  si me costaba algún movimiento aprendí rápido a sonreír mientras me asfixiaba, me picaba o me lanzaba cuchillos. La gente reía. Les causaba gracia verme intentar caber en los trastos. Parece que por primera vez conocían la comedia. Biagio no cabía de felicidad. Había logrado juntar la comedia, la magia y a Botero en una misma función.
Nos quedaba realizar el último truco de la noche. Sencillo, desaparecer en La Caja de la Reencarnación. Consistía en introducirme en un cajón hermético, cuyo fondo se conectaba al pasadizo que conducía hacia el interior de otra caja ubicada en el extremo opuesto del proscenio. Yo contaba con siete segundos para atravesar el conducto, pero todo terminó en un absoluto desastre…
Mauricio me guió al interior de la caja, tras lo cual cerró la compuerta. Rápidamente bajé las escaleras y corrí a la segunda caja. Allí esperé. Cuando Mauricio, o el diablo, abrió la puertita, un chorro de luz me encegueció. Tampoco pude mover mis brazos para taparme el rostro. Fui abriendo los ojos dolorosamente, delante de mí se abrió un paisaje inusitado. Me hallé en mitad de una plazuela inmadura, cercada por casas aisladas de extensos alares y pedruscos. Hacía frío. Pocos árboles crecían entre las hendijas de las rocas.
Cuando quise avanzar, me descubrí atada a un madero que habían hecho enterrar en la caliza. Qué gran mago es Mauricio, pensé. Había soldados fumando en pequeños grupos, haciendo descansar sus fusiles en el corazón de los matorrales. Tras la llegada de un hombre vestido con casaca y botines de paño, aquellos soldados organizaron rápidamente una fila frente a mí. Era la primera vez que lo veía, pero algo entendió mi quijada que comenzó a temblar.  
El sujeto se detuvo a tres metros del patíbulo, en actitud de sentencia. Acto seguido, desenrolló un folio, que leyó de inmediato con aire solemne.
            —María Gertrudis Teodora Bocanegra Lazo Mendoza. Por cuanto ha sido encontrada culpable del delito de traición al virrey…
Yo no sabía quién era aquella pobre mujer, pero todos me estaban mirando. Dizque que Gertrudis, o sea yo, se había infiltrado en las tropas realistas como informante de los grupos insurrectos de Michoacán. ¿Michoacán, dijo? Balbucí el nombre de Mauricio a ver si con esto se difuminaba la afrenta, pues estaba metida hasta el codo en los chismes de la independencia mexicana.
—…castigada con la muerte —dijo el hombre, y terminó de esta forma:  Sentencia que se dicta en Pátzcuaro, Michoacán, a los once días del mes de octubre de 1817.
Luego de leer la sentencia que me inculpaba de insubordinación, me exhortó a decir mis últimas palabras. No lo pensé dos veces:
—¿Conoce usted al señor Biagio Cassolini? ¿El dueño del bar Al Capone?
A la primera señal, los soldados alinearon los fusiles contra mí. A la segunda señal me oriné el vestido. A la tercera señal, las balas reventaron mi pecho. Llevo muerta varios días. No vuelvo a entrar en una caja de reencarnaciones. Es muy peligroso.

             
                       



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Escrito por Sol Linares

           
Una gallina llamada Emperatriz abre los ojos. Justo en ese instante, a la altura de su corazón de gallina ―museo de las formas más antiguas del miedo―,  algo cruje. Cruje desprendiéndose, en gerundio. De nuevo es esa cosa. Algo, como un dolor redondo, baja de nuevo  hacia su esfínter. Es el ducto por el cual una gallina puede hacer varias cosas sin tener consciencia: comunicarse con el exterior, contar los días, ser violada, cagar, y por supuesto, volverse señora. Señoras siempre son, desde chicas. Es la única forma de nacer señora; naciendo gallina. Gallina-gallinae, ovarium obsesivo, loco, testarudo. ¡Oh, si supiera lo bella que se pone cuando finge estar atenta a sí misma! La más abnegada de las ignorantes, la más feliz de las desdichadas. Tan insignificante, que gallina es gallina hasta en latín.   De nada sirvió ser nombrada por la lengua del Imperio Romano si nunca derivó en una inflexión, en un adorno romántico. Apenas puede tener alma de apellido. Gallina De. Así parece su alma. Y es tan feliz. Excepto cuando baja esa cosa. Cuando baja esa cosa se asusta tanto y si de casualidad se queda dormida para evadirse, sueña con Mary Wollstoncraft. Y ahí viene de nuevo, eso como un dolor redondo.

Ella se asusta. Mira fijamente dos cosas: por un ojo mira el aguadero y por el otro ojo la rueda abandonada de una bicicleta. Casi se reprocha mirar dos cosas al mismo tiempo sin entenderlas. También abre ligeramente el pico, como lo hiciera Greta Garbo cuando va a besarla quien la ha humillado. Ahí viene. Viene eso redondo y mostaza (no lo sabe, y tal vez no lo sepa nunca, que una gallina está llena de crepúsculos. Que todos los días el sol se mete en ella y sale por la cloaca). Ahí viene. Va a escapar y por eso se queda quieta. Estira el cuello. Grita: cló-cló-cló. Y pone un huevo.

Sus esfínteres laxas caen en un abismo interior, en el basurero de sí misma.

A pesar de su cara agotada, como si acabaran de persuadirla en un juicio conducido por Ulpiano donde resulta culpable, Emperatriz estrena su nueva y ovalada maternidad. Se trata de un óvalo que aunque lo ponga cada veinticuatro horas, todavía sigue naciendo. Éste es un huevo persistente, casi piensa. Y como las gallinas piensan en gerundio (en ellas todo está aconteciendo una y otra vez), su pensamiento es más o menos así: “siendo un huevo persistiendo”. Si alguien las escucha pensar pudiera confundir aquel estribillo con portugués, de manera que cuando una gallina cree que existe, dice: siendo gallina. Cuando una gallina picotea un ciempiés, piensa en gerundio “pobre ciempiés corriendo tan lento con tantas patas”. Por eso si una gallina aprende inglés sólo se aprende los gerundios, eating, running, flying, sleeping, con la ventaja de aprenderse sólo los verbos que la explican como gallina, ni más ni menos. Es que uno debe aprender de una lengua sólo los verbos que usa, explicó Emperatriz a una gallina que en aquella ocasión contaba lo que había hecho en el día: “gallina poniendo”. Se entiende que una gallina se siente a gusto cuando sueña que una azafata le dice: your boarding pass, please.

Emperatriz está afligida. Cree que el huevo de hoy es el mismo huevo de siempre. Por eso su rostro desesperado, asediado por un déjà vu.

Supone que algo en ella anda mal, porque debe estar muy mal una gallina que pasa su vida poniendo el mismo huevo. Gallina poniendo, piensa. Es un déjà vu que se atraganta en el esfínter y se empuja como un dolor redondo. Una repetición sin sentido, a merced de un látigo que cae en la misma herida. Cualquier gallina cree, por lo tanto, que todos los meses son agosto, que en el mar sólo viven mantarrayas, que en el mundo sólo hay ciudadanos Hemingways; que las rockolas sólo repiten la canción de Thurley Richards, I Heard the voice of Jesús; que los pobres camaleones están destinados para siempre a imitar un tablero de ajedrez, y que los millones de escritores escriben a la misma hora “La conjura de los necios”.  Así, una gallina estaría de acuerdo con Miguel Hernández cuando dijo “boca poblada de bocas, pájaros llenos de pájaros”. Las cosas llenas de las cosas. ¿Gallinas llenas de gallinas? Emperatriz sacude la cabeza, no soporta un pensamiento tan falaz. Una gallina no está llena de gallinas; está llena de un huevo que nace todos los días a cada rato.

Pero esta vez Emperatriz da un salto en el nido porque justo en este instante se le acaba de ocurrir (ocurriendo) una gran idea. ¿Y si le pone nombre a cada huevo? ¿No quedará resuelta su incertidumbre? Por primera vez está feliz, y siente tanta compasión, tanta desdicha por las otras gallinas que, ignorantes y lerdas, llenan los cartones con el mismo huevo todos los días.

Con ponerle un nombre a cada huevo (Ernesto, Juancho, Desdémona), cada óvalo será irrepetible. Empollaría con cierto sentido del futuro, planearía a tientas la vida que puede tener un huevo llamado Ernesto, por ejemplo. Ahora que lo piensa bien (pensando), nada le daría más orgullo que poner huevos de escritores y cantantes. Si promueve una atmósfera intelectual, Ernesto pudiera algún día escribir “La conjura de los necios”, y Desdémona cantar “I heard the voice of Jesús” y Juancho ser un ciudadano Hemingway.  


Pobre Emperatriz, no sabe que Jhon Kennedy Tool jamás vio publicada su obra. Que después de cantar la canción, Thurley Richards quedó mudo, y que Hemingway se voló la tapa de los sesos con una escopeta.


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No sé quién carajo construyó esta imagen. Si saben, avisen.


I
 Historia del primer bochorno

Sube el telón. Aparece el primer pelo en la axila de una niña, y la niña, aterrada, presiente que debe guardar aquel sucio secreto. Ya no será la misma jamás. El pelo estará vigilando su tiempo, contando los minutos que quedan de su infancia. Durante algunos días se siente vigilada por dentro. Juega a la veterinaria, juega a la mamá, juega a la rayuela. Por mucho que juegue nada la distrae de un sentimiento amenazante, el pelo es un intruso que separa el pasado del futuro. Después de ver el primer pelo jugar es en cierta forma una estafa: todos creen que es la misma niña pero sólo ella sabe que es una farsante, que hay un pelo en la axila quitándole ese derecho. Ahora el silencio es garantía de su libertad. Se sube a los árboles y allí, metida entre las ramas, se echa a llorar porque el pelo está sembrado en su carne. Cree que su madre es su amiga y corre a llorar entre sus brazos. Con la cara llena de sal y lágrimas le muestra aquel horroroso pelo. He allí que todo empeora. Porque la madre observa el pelo y pega un grito de alegría, y dice lo que la niña ha temido escuchar: ¡pero si ya eres toda una mujer! Entonces a la madre se le ocurre exhibir aquel pelito a toda la familia, a Juancho, a Polo, a Arquímides, a Lola, todos vienen a ver el pelito de la niña. Hay risas y aplausos. Incluso el tío más querido le da un billetito para comprarse una chupeta. 

II
El pelito del pubis. Suerte que no pueda mostrarse. La madre susurra a sus hermanas: “la niña ya tiene un pelito en el chocho”.


III
Todos somos ruidosos para celebrar el crecimiento. Con luces, vinilos, aplausos y flashes. Sube el telón, un pelo aparece. Baja el telón, la gente ovaciona. Sube el telón, aparecen muchos, muchos pelos negros y gruesos como una turba de jornaleros nigerianos. Baja el telón, la vida continúa. Sube el telón, aparece una dama depilándose obsesivamente.
―¡Es que uno se afeita los pelos y los desgraciados vuelven a salir.


IV
La depilación obedece a las corrientes estéticas de cada época y de las costumbres de cada pueblo. Si levantamos las faldas de la historia, veremos que en la antigua Grecia depilarse era un signo de distinción social. Las indias practicaban el “método del hilo”; las turcas se depilaban en baños públicos llamados hamams; las romanas usaban pinzas o volsellas y ceras fabricadas con resinas y breas. De esto nos da señales la escultura y la pintura, ni siquiera a Boticcelli se le ocurrió ponerle pelitos a Venus en pleno Renacimiento. Si alguien levanta las falda circense a Las Meninas encontrará un mundo. También a las mujeres que participaron en la Comuna de París, o a las que apoyaron la Primera Internacional, o a las chicas que asistieron al Woodstock en 1969, o a las Madres de Mayo, o a las judías, a las cristianas.

VLos estilos más populares

Hay un mundo debajo donde se practica la jardinería del amor. Higiene, humor, estética y erotismo adoptan formas insospechadas; el look depende de cuán conservadora o subversiva sea la amante.
El Tradicional: se consigue practicando una poda moderada con la tijera de cortar cartulina. Queda como un prolijo campo de golf. Nada se ve. Pero nada se esconde.

El Little-child: deja en los cuerpos maduros el pubis de una niña, resultado que suele aprovecharse velozmente pues en cuestión de días el pubis estará tan rasposo como la piel de un puercoespín.

El punketo: muy de moda en los 90’ y práctica de mucha enjundia. Al menos debe serlo depilarse cuando se tiene un piercing en el clítoris o en alguna otra parte de interés, nadie sabe si esta depilación tiene un final feliz, lo más probable es que todas las punketas queden trasquiladas.

El Pitagórico: demuestra preferencia por los trazos geométricos, requiere de buen pulso y un curso general de dibujo técnico, y no falta quién la muestre y diga: ¡Mira, me hice un hexágono! El modo Hitleriano consiste en dejarse un pequeño y ridículo bigotito en la base alta del triángulo sexual, es aconsejable peinarlo con un cepillo de cerdas rígidas minutos antes de ejercer la oratoria; consecuente con este tipo de corte, los orgasmos serán dichos en alemán, almzmunichvugsment, si escupe mientras habla, no tenga cuidado, el amante lo verá erótico y también escupirá. Hay también el estilo Hippie, muy a lo Mammas and Pappas, expertas en el folk rock, contracultura y antipsiquiatría, se llevan peludas, pero peludas, y son útiles para guardar enseres, botones, secretos y billetes (se dice que un hombre perdió el dedo en una de éstas y nunca se lo regresaron). Hermanado a este estilo encontramos el marxista, muy germánico y circunspecto, de carácter frondoso y máxima espesura. Como cada afro es un mundo, aparece aquí el Gospel-look, principalmente guarda culto a Aretha Franklin y Clara Ward, las amantes son tan felices que cuando alcanzan el orgasmo es normal que entonen con tanto entusiasmo la canción I say a Little prayer que los vecinos responden con el coro desde la ventana: forever, forever, you’ll stay in my heart, and I will love you.

Pero hay una depilación endemoniada que se popularizó en el siglo XXI. Esta depilación se luce por recursos altamente sofisticados como dolorosos. El papel de cera, amado verdugo en los salones de belleza. Se pega al triángulo sexual y luego ¡zás!, se jala de un solo golpe. Después es cuestión de la clienta recuperar la piel o el alma en el papel. Este minoritario grupo de mujeres se reconoce al instante, en primer lugar por las ojeras visiblemente acentuadas, y porque en dos semanas no paran de temblarle las manos y tienen el inconveniente serio de no poder comer con palillos chinos.

             Como quiera que sea, trazamos en ese pequeño campo amoroso la gracia de una ofrenda. Qué importa si el bosque no deja ver al árbol, si es arena o roca ígnea. La mano dirige la hojilla, oculta o revela la habitación donde duerme el instinto.  





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"Mamushka". Sol Linares, 2016


A Carlos Ortiz

Si alguien, usted, se detuviera frente a una ciudad y se preguntara en qué línea comienza el mundo, ¿cuál cree que sería su respuesta? Concéntrese. Fíjese bien. ¿Cree que el mundo comienza en la línea del horizonte? ¿En la oreja de su taza de café? ¿En la Muralla China? ¿En un vértice de la pirámide de Teotihuacán? ¿En la cola de una ballena? ¿Dónde, dónde comienza? Ernesto Cardenal hubiera dicho sin pensarlo dos veces que la línea donde empieza el mundo es nada menos que en la cintura de Marilyn Monroe. Si Ernesto Cardenal tuviera razón, pongamos por caso, entonces pudiéramos decir que de la cintura de Marilyn Monroe se llega a la línea del horizonte y del horizonte hacia la oreja de la taza de café y de la oreja de la taza de café a la Muralla China y de la Muralla China hacia la cola de la ballena y de la cola de la ballena hacia Teotihuacán y de Teotihuacán hacia el Puente de Maracaibo y del Puente de Maracaibo sube por la torre Eiffel y de la torre Eiffel baja hacia la tumba de Émely Zola y de la tumba de Émely Zolá hacia una alcantarilla en Leningrado y de esa alcantarilla hacia el perfil de Rulfo y del perfil de Rulfo hacia las pestañas de un Yukpa y de las pestañas de un Yukpa a las hojas de una cayena y de las hojas de la cayena hacia los rieles de un ferrocarril que se dirige a Bauhause, justo donde se baja un hombre cuya línea del sombrero cae a la calle, sube por la Ebertallee, atraviesa la puerta, se desliza por el pasamanos de la escalera, sube a la mano de Paul Klee, le hace cosquillas y sigue por el carboncillo que en ese instante bosqueja Insula Dulcamara. Paul Klee sonríe. Absorto, sigue el curso de aquella línea que ahora baja por la ventana, dibuja una jaula donde vive un canario con aspecto de conserje, sigue bajando a la calle, aprovecha y dibuja una bicicleta con un niño blanco, salta al suelo, sube por las piernas de un árabe y deja en su rostro un pintoresco bigotito negro.
―Dibujar es sacar una línea a pasear ―murmura Paul Klee y nadie, ni siquiera los nazis que lo sacarían a patadas de su casa en Dessau, lo iban a convencer de lo contrario.
Eso dijo Paul. Sin embargo hay quienes opinan distinto. En Caracas, un hombre llamado Carlos dirá que dibujar también es espelucar a un gato (pero todos sabemos que después de dibujarlos, persigue a los gatos con el secador de pelo de su novia). Para John Berger dibujar es descubrir, y Balthus dibujaba con los ojos cuando no podía dibujar con un lápiz.
En Argentina, Quino dibuja para guiar al mundo por el lado de los buenos. Esto es el lado de los Beatles. Sobre todo el de John Lennon, imagine all the people living life in peace, lalalá-lalalá. Para Gustav Doré, dibujar significó revelar los huesos de los clásicos, desde temprana edad el niño prodigio comenzó a hacer fortuna con xilografías basadas en la literatura de Dante, Rabelais, Balzac y hasta Edgar Allan Poe, cosa que pagó caro; dicen que Doré murió dibujando escenas de El cuervo.  
Picasso decía que para dibujar sólo hace falta cerrar los ojos y cantar. Y será mucha verdad, porque cuando uno cierra los ojos y canta, las orillas de uno mismo desaparecen y queda de nosotros un gran lienzo negro, infinito, virgen. Como una gran noche. De cualquier forma, todas las noches son de Van Gogh. Lo que nos conduce a un extraordinario silogismo: Si todas las noches son de Van Gogh, todos somos de Van Gogh cuando cerramos los ojos. ¡Él dibujaba estrellas cuando tenía necesidad de religión!
Liniers empezó a dibujar porque amaba a los pingüinos y porque cree que dibujar es su manera de expresar la ternura le inspira el mundo. Sus dibujos son de una alegría triste. Tal vez entendió que cualquiera “puede llorar de risa, pero nadie puede reír de tristeza”. Maitena confirma este binomio y dice que dibuja porque la hace reír todo aquello que la hace llorar. Excepto, claro, si la obligan a dibujar bobadas con motivos escolares, por ejemplo: ¡Dibujar a Colón llegando a Puerto de Palos en una columna por tres centímetros de alto!
Rubén Martínez, que no es dibujante pero es experto en caminar con los dedos de las manos sobre las superficies planas de las cosas, asegura que un círculo es un cuadrado que quiso viajar, y que una bicicleta es un círculo persiguiendo a otro círculo. Así que, verá usted, opiniones hay muchas. ¿Quién tiene la verdad? La verdad se adapta a la calidad de los ojos y la montura del corazón. Razón tuvo Matisse cuando dijo que el artista sólo ve verdades antiguas con una nueva luz, porque no hay nuevas verdades. No importa, siempre hay quien les caiga a balazos. Lo hizo Toulouse-Lautrec cuando agarró a tiros a las arañas de su casa, no sin antes gritar, antes de morir:
―¡Por fin! ¡Ya no sé dibujar!
Bueno, la vida es lo que es, dijera Gauguin: uno sueña con vengarse.

 
"Mamushka despistada". Sol Linares, 2016







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Escrito por Sol Linares

I
Si usted es venezolan@, definitivamente usted ha bichado. No importa su nivel de instrucción, clase social, color de piel, sexo, (trans) sexo, dogma político-religioso: usted ha bichado, admítalo. Y lo peor, es que ha bichado de distintas maneras. Si usted no ha bichado nunca, admita entonces que lo han mandado a bichar. ¿Cómo? Ja. Aquí es cuando me traqueo los dedos de las manos, pongo las manos sobre el teclado de la canaimita (a lo Steven Wonder), y canto lo siguiente:
II
Bichar es un verbo raro. Si lo busca en el Diccionario de la Real Academia Española acaso encontrará el verbo vichar, que significa atisbar, observar furtivamente. Pero bichar es otra vaina. Mejor todavía: son muchas vainas. Vamos a cazar la rutina en su estado más natural, porque usted y yo sabemos que desde esa rutina, agazapada y cándida, se fabrican diccionarios más íntimos y no por ello menos oficiales. El diccionario, libro maravilloso que organiza cada palabra como clasificando alientos en el clóset de un universo infinito, es hermano de un diccionario bastardo que sin llevar el apellido de la Real Academia palpita y se desborda con un vigor propio. 

III
Bichar es, ante todo, un verbo auxiliador (no auxiliar). Hace de todo. Viene en nuestro auxilio cuando se nos olvidan las palabras, cuando no aparecen en el preciso momento en que se les invoca. Cuando no hace de verbo, deviene milagrosamente sustantivo o adjetivo. Esto lo convierte en un morfema único en su especie, agresivo, multivalente e inexacto. Es un magnífico verbo-mano, verbo-alicate, verbo-llave-inglesa, verbo-destornillador, verbo-cinta plástica, verbo-brocheta, verbo-martillo. Dígalo ahí. 

IV
      Como verbo: Yo bicho, él bicha. Ustedes han bichado. Nosotros bicharemos. La lista es larga. Extraigo los ejemplos más populares de nuestra gramática cotidiana: 

Biche aquí: aparece en una circunstancia manual tan complicada que resulta escabroso dar con la acción correcta. Al principio nos toma segundos entender la situación; la gente sale de la nada con un objeto descompuesto en la mano y bichar es tan inexacto que ni esa persona ni nosotros tenemos claro qué es lo que desea. Toca inferir, todo depende del instrumento que te entreguen para bichar: el destornillador, la espátula, el aspersor, etc. Bichamos medio aterrados de no bichar bien o bichar otra cosa. Nunca falta un tío o un abuelo que nos mande a bichar, y es típico de la madre engrasando un ventilador a quien le ha desarmado la caja craneal, las parrillas, etc, que dice: biche aquí. Lo cual significa instale la hélice. Y uno bicha.

Bícheme aquí: Es una orden que incluye a la primera persona del singular. Bícheme aquí implica una situación más expresa. Incluye al afectado. Por lo general se trata de una mujer que ordena le suban el sierre del vestido, o le aten un collar, o le ayuden a cerrar el botón de un pantalón donde no cabe. Cuando no es una mujer, es un hombre enloquecido que viene a nosotros tratando de rascarse la espalda con un peine. Bícheme aquí significa ¡mi espalda está justo detrás de mí y sin embargo queda tan lejos! Y uno le bicha.

Bíchese: Esta acción reclama toda una coreografía gestual. Bíchese nunca, jamás, se ordena sin gestos. Lo acompaña un ceño fruncido, un aplauso, un movimiento de quijada hacia arriba y un “haga el favor”. Bíchese la camisa haga el favor, lo cual produce algo más o menos así: Ceño fruncido-bíchese la camisa-aplauso-levantamiento de quijada-haga el favor. Hay quienes le agregan vamos, vamos, vamos. Ocurre todo en milésima de segundos, tan puntual y tan rítmico que si llenamos una calle de gente diciendo bíchese la camisa haga el favor, vamos, vamos, vamos, cualquiera creería que la multitud está bailando tap. Sería todo un espectáculo. Los verdaderos maestros son capaces de hacer todo un shuffle con bíchese la camisa haga el favor, lo hacen tan lento o tan rápido como deseen, y hasta pueden combinar los pasos básicos, es decir, un stamp, con un stomp, luego un flap, y después un step. Y uno se bicha.

Biche: Biche puede sustituir cualquier cantidad de verbos. Por ejemplo: biche la sopa: remueva. Biche la cebolla: píquela. Biche el televisor: enciéndalo. Biche al perro: báñelo. Biche al niño: sáquelo de la poceta. Y uno bicha.

Embiche: Significa bichar dos o más veces. Envolver, enroscar, volver a pasar. Si Henry James hubiera nacido en Venezuela y no en Estados Unidos tal como ocurrió en 1843, su novela “Otra vuelta de tuerca” se hubiera titulado “Embichar la tuerca”. Aunque son casos poco comunes, encontramos este verbo en situaciones extremas: una tía subida a una escalera cambiando un bombillo a punto de caerse: Ay, mijo, embiche el bombillo. Y uno embicha.

       ¡Biche pues!: La norma para conjugar este verbo en modo imperativo la rige la impaciencia y el uso de un látigo imaginario. Más que una orden, consiste en una queja sobre uno. A saber: ¡imbécil, inútil, biche pues! Y uno bicha todo asustado.

         Aquí, bichando: Una monería de gerundio totalmente intraducible al francés. Lo único obvio es que quien lo usa, seguirá bichando en nuestra presencia hasta el anochecer. En inglés sería algo así como here, biching.

    Tanto bichar para nada: Esto lo dijo Bolívar en Colombia un día que Santander lo tenía jarto. Pero un poeta que pasaba por ahí parafraseó luego aquella expresión diciendo: “he arado en la arena y sembrado en el mar”. Hasta Bolívar bichó.

       ¿Por qué no bicharía?: Tiene dos acepciones: 1.) Usted no hizo lo que se le pidió. 2.) El objeto no respondió positivamente al estímulo. Típico de un mecánico que intenta encender un carro y habla solo, en voz alta, con un motor que se niega a responderle. 

V
Como sustantivo y adjetivo. Veamos algunos ejemplos:

            Páseme ese bicho: Bicho puede ser cualquier objeto, el alicate, el control remoto, el haragán, el cuchillo. Para entender de cuál objeto se trata, basta fijarse en la dirección que apunta la boca de quien nos ordena. Y uno pasa el bicho.

         Ese bicho, esa bicha: Dícese de alguien desagradable, repulsivo a nuestra moral.

       ¡Mate ese bicho!: Binomio inseparable, bicho-matar. Alguien grita; un animal pequeño corre. Uno no ha visto el bicho y ya está buscando la chancleta, el zapato o la escoba para asesinarlo. Y uno mata.

         Esto está bichado: Adjetivo que denota que ha llegado a fin la vida útil de un objeto. En otras palabras, está jodido, escoñetado.
       

VI

           Sorprende la decena de usos que puede tener la palabra bichar. Sin embargo, impresiona todavía más nuestra capacidad de inferir, nuestra destreza para conectarnos con la situación y responder a cualquiera de sus formas, sea verbo, adjetivo o sustantivo. El lenguaje también tiene su Interpol, siempre habrá un efectivo cerca reclutando palabras sospechosas o corrigiéndonos. No importa, voy a parodiar a Neruda diciendo:

―Confieso que he bichado.  ¿Y usted?
           
           

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Sol & Janis. Fotografía: Atilio Saavedra

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AGRADECIMIENTO


AL LECTOR

No sé quién eres. Ni cómo es tu rostro. Ni dónde estás. No sé cómo es tu vida, si eres feliz o sufres. No sé cuál es el paisaje que ves por tu ventana. Ni cuáles son tus fobias o en qué piensas cuando caminas. No sé si eres hombre o mujer. Sin embargo, quiero agradecerte a ti lector, lectora, que desde Venezuela, Estados Unidos, Colombia, Chile, Argentina, Francia, España, Brasil, Nicaragua, Portugal, México, Irlanda, Ucrania, Alemania, Rusia, ¡Alaska!, entras a este espacio y te quedas un ratito. Mi blog es mi casa, gracias por entrar y leer. Siempre digo: Al final uno escribe para ser acompañado y acompañar a otro ser humano que se encuentra en cualquier lugar del mundo, viviendo (como yo) cosas universales dentro de su propia particularidad. Justamente conectar con eso, contigo, es el milagro de la literatura.


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