SOBRE EL VERBO PONER NOMBRE

by - febrero 20, 2020

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@tesagonzalezruiz

(Tesa González, ilustradora)


Cuando naces, no te ponen un nombre porque la gente tiene fe en que ese nombre se parezca a ti en algún momento. Te ponen un nombre para parecerte a algo o alguien que jamás vas a ser tú mismo. Es lo que me hubiera gustado decirle al prefecto el día que nací, con quien hubiera mantenido una conversación más o menos como esta:
      ―¿Cuál es su primera mentira? ―me interrogaría el funcionario.
        ―Mi nombre.
        ―¿Cómo se llama esa mentira?
        ―Es complicado.
    La secretaria teclearía en su máquina de escribir lo siguiente: mentira N° 1, el nombre.
Explíquese.
Yo meditaría un instante. Luego abriría la boca para decir:
Cuando naces te ponen un nombre que resume las obsesiones de tus padres, sus pasiones, las utopías, la admiración que sienten por alguien o algo. Si alguno de ellos es latinista, te llamará Marco Aurelio, Dante, Petrarca.
Hay algo cierto en lo que dice ―diría el prefecto.
Si es viajero tu padre o tu madre, te llamarán Botsuana, Atlanta, Machu Pichu. Si es médico, te llamarán Alcmeón, Hipócrates, Carl Peter, ese tipo que recibió el premio Nobel por descubrir la vitamina K.
Como para ese momento habría ganado la atención del prefecto que se cruzaría de brazos en señal de que le ha interesado mi punto de vista, yo encendería un cigarrillo imaginario de esos que solo se pueden fumar en las instituciones públicas. Luego:
Si tu madre es bailarina te llamarán Isadora, o Pina.
Yo quería llamarme Pina Bouch… ―Pensaría la secretaria del Prefecto.
Si son contestatarios, progresistas o izquierdistas, te llamarán Hiroshima.
 ―Nagasaki ―diría el Prefecto.
 ―O Ernesto ―dice la secre―, como el ché.
Una señora que estaría sentada en la sala de espera haciendo tiempo mientras le entregan su ficha catastral y la fe de vida, y que ha escuchado la conversación, agregaría lo siguiente:
Si son feministas te llamarán Julia por Julia de Burgos, o Flora por la Tristán, o Mary por la Wolstonecraft.
Si aman la ópera te llamarán Monserrat, Andrea, Luciano ―diría el de la oficina de exoneraciones.
Si leyeron a Shakespeare te llamarán Julieta, o Romeo. ―El de cultura y patrimonio.
 Como las palabras de esta gente me dieran más ideas, yo continuaría añadiendo más casos a mi argumento:
"Si son cristianos te llamarán Zacarías, Mateo. Si leyeron a Kafka te llamarán Gregorio; si leyeron Rayuela te llamarán Horacio. Si son americanistas te llaman América, Roraima, AbyaYala. Si son bolivarianos te llamarán Manuela, Simón. Si son intelectuales querrán volver a los nombres comunes, entontes te llamarán Ignacio o Ana".
Pero hay padres que no son médicos ―corregiría el prefecto―, ni lectores, ni aman la ópera, ni han viajado nunca.
―En ese caso ―diría yo― la madre le pone a los hijos el nombre del marido que tarde o temprano odiará. Naces y te llaman Agustín, por ejemplo, y cuando tu madre odie a tu padre dirá tu nombre.
―Hay gente que combina nombres ―agregaría la secre.
―Ah, sí. Combinan sílabas y sale gente admirable (casi nunca destinos admirables), y entonces vienen y te llaman Marialda (por María y por Aldo), o Ismar  (por Isabel y Marco).  Llevarás el nombre de un pacto que tampoco durará toda la vida, y una vez separados, tu nombre le recordará a tus padres lo que no quieren recordar.
A esta hora del debate, más o menos a las once de la mañana, haría calor. Cada quien se preguntaría con arrechera por el origen de su nombre. Yo, como toda mujer apasionada que soy, iría levantando la voz cada vez más, perdiendo la paciencia porque toda institución pública me genera candidiasis, urticaria y cefalea. Es que las humanadas y los servidores públicos me ponen algo tensa. Entonces el prefecto se pondría alerta y le haría señas al vigilante para que patrulle la conversación, no sea que yo pierda los estribos y entonces todo el mundo quiera reventar a pedradas la prefectura porque nadie lleva un nombre digno de su historia.
―Hay los peores ―continuaría yo―, que sin tener hijos, ni gatos, ni perros, ya tienen grandes nombres para sus hijos, sus gatos, sus perros. Uno escucha conversaciones como esta en los cafés o en los parques: cuando tenga un hijo lo llamaré Amadeus, y cuando tenga un gato lo llamaré Babel, y cuando tenga un perro se llamará Beethoven. Porque además es cosa intrigante que a los perros les pongan nombres de músicos. ¿Sabía usted que hay más perros que personas llamados Beethoven?
―No lo sabía ―confesaría el prefecto.
―Es que hemos sido llamados por algo que no nos importa ni conocemos, ni vivimos, ni leímos, ni escuchamos, ni sufrimos, ni cambiamos.
―¿Y qué con eso?
―Bueno, que es difícil ampararse en glorias ajenas y después andar por ahí decepcionando a medio mundo.
El prefecto, como todo hombre notable, encendería una pipa imaginaria:
Pues, ahora que lo dice, creo que todos se cuidan de no poner a sus hijos el nombre de Cristo, Judas o Hitler.
―Desde luego, si ya sabemos en qué terminaron esas historias.
Bueno, bueno, vayamos al grano. Diga de una buena vez cómo se llama usted para asentarla en el registro de seres humanos nacidos.
―Soledy Linares.
―¿Soledy? ―El Prefecto me observaría por encima de sus anteojos imaginarios. Jamás se esperó que una mujer extravagante como yo llevara un nombre tan procaz―. ¿Y cómo llega usted a ese nombre tan feo?
―Me lo puso un tía mía que creía que Soledy es soledad en inglés.
       ―¿Es todo? ¿No tiene más nada qué decir?
―Sí, señor, lo que quiero decir es que uno vive con un nombre por dentro que nadie pronuncia.
―¿Y cómo se llama usted, entonces?
―Alegría. Como la alegría que siente cualquier ser humano, de cualquier clase social, cuando mira por primera vez el mar.
       ―Queda en acta.

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3 Comments

  1. Yo quizá me llamaría Camino o algo así. Gracias

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  2. Sois terriblemente buena... Disfruto mucho leerte, casi q me meo de risa con tus realidades q son muy de uno también... Q tu pluma siga el retoso literario... Seguiré hurgando en tu verbo.

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