Por Sol Linares
"La cama volando". Fridda Kahlo, 1932. |
El río arrastra hacia el mar tantos secretos.
Se lleva lejos lo que nadie quiere ver y lo que a veces arranca del borde de
las ciudades. Sillas, latas, pañales, casas, mierda, cadáveres, maderos, zapatos.
También se lleva lo que sale de los vientres, fetos de humanos interrumpidos. Caen
en la poceta bolsitas como té de manzanilla y hacen plop. Dan vueltas en el
remolino del váter y luego entran al río perdidos para siempre en el anonimato.
La corriente, como no sabe lo que lleva, cree que son peces y también los
arrastra consigo hasta que su fuerza los disuelve. Y es todo, un plop. Un plop
como un disparo. Un plop como una libertad maldita. Arriba, una mujer abrazada
al retrete, tiembla. Llora. Maldice el amor, el método de ritmo, el semen. Ahí,
arrodillada, también odia al hombre que ama. Odia la saliva del hombre, la
sonrisa del hombre, el pene del hombre. Se levanta, va al espejo, su primer
tribunal. No está sola. En el espejo está su madre, su padre, Dios, el hombre
que ama y odia, el feto que seguramente pudo haber sido varón y pudo llamarse Ignacio.
Vuelve a llorar, esta vez con furia, contra sí misma. Se arranca algunos jirones de pelo. Entiende que no podrá
sola, que ya nada será igual, porque debajo de todo lo que haga en adelante estará
un plop como un disparo. Sale del baño y entra a la recámara, hedionda a
pólvora. Sentado en el colchón, un hombre cabizbajo la espera. Sobre su hombría
se funda una nueva vergüenza. En la mesa de noche un vaso de malta con canela y
el estuche de pildoritas de misoprostol. La mujer se sienta al lado del hombre,
odiándolo, necesitándolo. Se miran, como pueden. Saben que el amor ha sido
herido, que nada heroico queda en ellos. Él sabe además que ella lo odia y ella
sabe que su vergüenza lo destruirá por dentro, por eso se abrazan. Cuando por
fin las horas vencen el dolor, duermen abrazados, como dos criminales. Sueñan
cosas atroces. La vida continúa, emplea las maneras de un luto subrepticio. Con
el tiempo el odio cesa y un buen día se convierte en un profundo terror. La
mujer teme al hombre, teme al semen, teme a su placer, teme al amor. Es
perseguida por la idea de que nada de esto merece. Se separan. A veces buscará matarse,
pero algo detrás de ella la protege. A veces también conocerá a otra mujer que ha perdido un hijo deseándolo, y la envidiará, y querrá morirse. Menstrúa con asco, niños cantan en la
sangre, y se pregunta si un hijo podrá redimirla. Antes que nada, va al río,
mira en el río la figura de una lápida. Enciende una vela, pide perdón, los
árboles responden burbujeando sus hojas. Años después nace su hijo, como un
Cristo. La mujer estrena el amor, un insospechado heroísmo. El hijo se llama Cornelio. Cornelio cumple su primer año, cumple dos, cumple tres. Así crece. Cuando Cornelio apaga las velitas de su torta, siempre apaga una más. Sin saberlo,
apaga su velita y la velita de su hermano fallido. La mujer envejece, ha
vivido, ha luchado, ha amado, ha sido feliz. Una noche suspira, es tiempo de
irse. Lentamente camina hacia la habitación, enciende la lámpara. Una imagen la
desvanece. Sentado en la cama está un ángel, tiene el rostro de su primer amor.
Ella avanza, se acuesta a su lado, sonríe. Dice: hijo. Con la cabeza en la
almohada pregunta: ¿Me odias? El ángel responde no. ¿Has estado cuidándome? El
ángel tiende sobre ella una sábana, como siempre, como todas las noches. Y allí
se queda, esperándola.