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@tesagonzalezruiz
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(Tesa González, ilustradora) |
Cuando
naces, no te ponen un nombre porque la gente tiene fe en que ese nombre se parezca
a ti en algún momento. Te ponen un nombre para parecerte a algo o alguien que
jamás vas a ser tú mismo. Es lo que me hubiera gustado decirle al prefecto el
día que nací, con quien hubiera mantenido una conversación más o menos como
esta:
―¿Cuál es su primera mentira? ―me
interrogaría el funcionario.
―Mi nombre.
―¿Cómo se llama esa mentira?
―Es complicado.
La secretaria teclearía en su
máquina de escribir lo siguiente: mentira N° 1, el nombre.
―Explíquese.
Yo
meditaría un instante. Luego abriría la boca para decir:
―Cuando naces te ponen
un nombre que resume las obsesiones de tus padres, sus pasiones, las utopías,
la admiración que sienten por alguien o algo. Si alguno de ellos es latinista,
te llamará Marco Aurelio, Dante, Petrarca.
―Hay algo cierto en lo
que dice ―diría el prefecto.
―Si es viajero tu
padre o tu madre, te llamarán Botsuana, Atlanta, Machu Pichu. Si es médico, te
llamarán Alcmeón, Hipócrates, Carl Peter, ese tipo que recibió el premio Nobel
por descubrir la vitamina K.
Como
para ese momento habría ganado la atención del prefecto que se cruzaría de
brazos en señal de que le ha interesado mi punto de vista, yo encendería un
cigarrillo imaginario de esos que solo se pueden fumar en las instituciones
públicas. Luego:
―Si tu madre es
bailarina te llamarán Isadora, o Pina.
―Yo quería llamarme
Pina Bouch… ―Pensaría la secretaria del Prefecto.
―Si son contestatarios,
progresistas o izquierdistas, te llamarán Hiroshima.
―Nagasaki ―diría el Prefecto.
―O Ernesto ―dice la secre―, como el ché.
Una
señora que estaría sentada en la sala de espera haciendo tiempo mientras le
entregan su ficha catastral y la fe de vida, y que ha escuchado la
conversación, agregaría lo siguiente:
―Si son feministas te
llamarán Julia por Julia de Burgos, o Flora por la Tristán, o Mary por la Wolstonecraft.
―Si aman la ópera te
llamarán Monserrat, Andrea, Luciano ―diría el de la oficina de exoneraciones.
―Si leyeron a
Shakespeare te llamarán Julieta, o Romeo. ―El de cultura y patrimonio.
Como las palabras de esta gente me dieran más
ideas, yo continuaría añadiendo más casos a mi argumento:
"Si son cristianos te llamarán
Zacarías, Mateo. Si
leyeron a Kafka te llamarán Gregorio; si leyeron Rayuela te llamarán Horacio.
Si son americanistas te llaman América, Roraima, AbyaYala. Si son bolivarianos
te llamarán Manuela, Simón. Si son intelectuales querrán volver a los nombres
comunes, entontes te llamarán Ignacio o Ana".
―Pero hay padres que
no son médicos ―corregiría el prefecto―, ni lectores,
ni aman la ópera, ni han viajado nunca.
―En ese caso ―diría yo― la madre le
pone a los hijos el nombre del marido que tarde o temprano odiará. Naces y te
llaman Agustín, por ejemplo, y cuando tu madre odie a tu padre dirá tu nombre.
―Hay gente que combina nombres
―agregaría la secre.
―Ah, sí. Combinan sílabas y sale gente
admirable (casi nunca destinos admirables), y entonces vienen y te llaman
Marialda (por María y por Aldo), o Ismar
(por Isabel y Marco). Llevarás el
nombre de un pacto que tampoco durará toda la vida, y una vez separados, tu
nombre le recordará a tus padres lo que no quieren recordar.
A
esta hora del debate, más o menos a las once de la mañana, haría calor. Cada
quien se preguntaría con arrechera por el origen de su nombre. Yo, como toda
mujer apasionada que soy, iría levantando la voz cada vez más, perdiendo la
paciencia porque toda institución pública me genera candidiasis, urticaria y
cefalea. Es que las humanadas y los servidores públicos me ponen algo tensa. Entonces
el prefecto se pondría alerta y le haría señas al vigilante para que patrulle
la conversación, no sea que yo pierda los estribos y entonces todo el mundo
quiera reventar a pedradas la prefectura porque nadie lleva un nombre digno de
su historia.
―Hay los peores ―continuaría yo―,
que sin
tener hijos, ni gatos, ni perros, ya tienen grandes nombres para sus hijos, sus
gatos, sus perros. Uno escucha conversaciones como esta en los cafés o en los
parques: cuando tenga un hijo lo llamaré Amadeus, y cuando tenga un gato lo
llamaré Babel, y cuando tenga un perro se llamará Beethoven. Porque además es
cosa intrigante que a los perros les pongan nombres de músicos. ¿Sabía usted
que hay más perros que personas llamados Beethoven?
―No lo sabía ―confesaría el prefecto.
―Es que hemos sido
llamados por algo que no nos importa ni conocemos, ni vivimos, ni leímos, ni
escuchamos, ni sufrimos, ni cambiamos.
―¿Y qué con eso?
―Bueno, que es difícil ampararse en
glorias ajenas y después andar por ahí decepcionando a medio mundo.
El prefecto, como todo hombre
notable, encendería una pipa imaginaria:
―Pues, ahora que lo
dice, creo que todos se cuidan de no poner a sus hijos el nombre de Cristo,
Judas o Hitler.
―Desde luego, si ya sabemos en
qué terminaron esas historias.
―Bueno, bueno, vayamos
al grano. Diga de una buena vez cómo se llama usted para asentarla en el
registro de seres humanos nacidos.
―Soledy Linares.
―¿Soledy? ―El Prefecto me observaría
por encima de sus anteojos imaginarios. Jamás se esperó que una mujer extravagante
como yo llevara un nombre tan procaz―. ¿Y cómo llega usted a ese nombre tan feo?
―Me lo puso un tía mía que creía que Soledy es soledad en inglés.
―¿Es todo? ¿No tiene más nada qué
decir?
―Sí, señor, lo que quiero decir es
que uno vive con un nombre por dentro que nadie pronuncia.
―¿Y cómo se llama usted, entonces?
―Alegría. Como la alegría que siente
cualquier ser humano, de cualquier clase social, cuando mira por primera vez el
mar.
―Queda en acta.