Ya lo dije en un show
de stand up comedy: la mejor hora del
día para una mujer, es cuando nos quitamos el brassier. ¿No les pasa, que
cuando llegan a casa y se quitan el brassier, es como quitarse los zapatos en
la playa? Es tanto el mensaje de tregua y descanso que recibe tu cerebro que,
de hecho, si estás en casa y todavía a las 9:00 de la noche no te has quitado
el corpiño, el cuerpo jura que aún es de día. En efecto, quitarse esa prenda es
dar por sentado que la jornada ha terminado. Metes la mano por la espalda,
destrabas el broche, sacas una tira por la manga de la blusa, sacas la otra: y
todo cae. Pasar de push up, a push down. Y el push down se siente tan bien… Tú alivias. Algo en ti suspira. Como
cuando eras niña y te metías en la ponchera bajo la ducha, y te acostabas panza
arriba con tus juguetes flotando. O como cuando te haces el examen de embarazo
y sale negativo. O se te cae el teléfono en la poceta y todavía sirve. O como
cuando sacas un pie de la cobija para respirar.
La forma en que caen
las tetas es otro cuento. Cada vez que te quitas el brassier, entiendes que la
realidad no es uniforme. Una teta hace up,
y la otra hace bluff. Este bluff apunta hacia abajo, hacia el
mantel de la mesa, hacia el gato que duerme en la almohada que se te cayó. Hay
que decirlo de una vez: las mujeres tenemos una teta joven y una teta vieja. Para
medirlo (aunque no haga falta por ser obvio), algunas chicas ponen un lápiz
debajo de cada teta. Si el lápiz se sostiene, ya puedes insultar a la gravedad
como lo hace Sheldon Cooper: maldita
perra desalmada. Extrañamente, nuestras “gemelas” son dispares. Es como
tener del lado derecho una Ford expedition,
y a la izquierda un Cadilac del 48. Nuevo continente, viejo continente.
América, Asia. La teta joven salta al espejo con una actitud de Marilyn Monroe:
persuasiva, redonda, sensual. La teta vieja se parece más Amy Winehouse, pero
drogada. Yo, por ejemplo, tengo una suave y esponjosa, como un mashmello. La
otra estirada y sin alma, poco menos que un calcetín colgado en una silla. Ahí
no hay nadie viviendo en esa teta. Son tan diferentes, que parecen tetas de dos
mujeres distintas. La derecha es española; la izquierda es medio guajira. O sea
que en España debe haber una mujer con una teta mía. Y en la Guajira, con mi
otra teta. Mi pecho es una zona en
reclamación, una disputa geográfica.
Yo pienso que tener
las tetas tan dispares se convierte en algo difícil de explicar. Al estar
frente a un hombre, no sabemos cómo explicar “ESO”. ¿Cómo es que una teta
parezca más mamada que la otra? Segundo: ¿lo notan o se hacen los locos? La
teta vieja es tan aguada, tan frágil, tan muerta, que uno dice por dentro, «que
no la mame», «que no la mame». «Que mame la otra», «que mame la otra». Uno
debería tatuarse un letrero que diga: “mamar”, “no mamar”. Incluso cuando nació,
mi hija prefería lactar de la teta buena. Y yo la obligaba a vaciar primero la
teta rara.
Ahora, la mejor forma
de ocultar este desnivel mientras tienes sexo, si no puedes reconstruirlas o
eres del clan nature, es subiendo la
más caída juntando los brazos. Entonces la teta sube. Si estás arriba, pues igual,
te ladeas un poquito como la torre de Pisa, y la teta se empareja. Cuando estás
en posición de perrito no hay rollo; nadie ve la teta vieja saltando en bengi. Pero
si estás boca arriba, es arrecho: la teta se va para un lado, y se vería raro ponerse
a recogerla. No sé si los hombres se dan cuenta. Al día siguiente jamás te
escriben al whatsapp: «hola bella, la pasé bien anoche, no puedo olvidar tu
teta derecha». Nunca escriben algo así. Ellos dicen: «tus tetas son inolvidables».
¡Mentira: usan el plural por consideración!
En estos días me
visitó una amiga muy querida a la librería. Tiene un bebé de un año y todavía está
amamantando. Me dijo: Sol, tienes que ver mis tetas, dan asco. (Yo no sé por
qué a mis amigas, a mis cuñadas, a las novias de mi papá, a las novias de mis
amigos, les gusta mostrarme las tetas. Suerte que tienen algunas personas). En
fin, mi amiga se saca la primera teta; hace un gesto colosal, como si fuera a
sacar una bazuca. Yo: absorta. Es LA TETA. Bella, grande, copa 40, pezón
rosadito.
—Tócala —me ordenó.
Yo la toqué: tersa, grande,
esponjosa.
—No veo ningún problema
—concluí muy circunspecta.
—No. Es que esta es
la teta que siempre quise tener. ¡El problema es esta mierda!: Y me muestra la
otra.
Yo: mueca de
confusión. Reprimí la risa, pero al final terminamos muertas de risa las dos
(menos mal). ¿Cómo explicarlo? ¿Ustedes han visto el carnet de la patria… de un
perrito chihuahua? Así era. Un perrito chihuahua sonriendo, todo escoñetado.
Total que el problema se presentó al mediodía. Es de conocimiento público que cuando
amamantamos, todas tenemos una teta lechera; bueno, la de ella daba tanta,
tanta leche, que como ese día había dejado al bebé con la suegra, salió
corriendo desesperada al kindergarten situado frente a mi librería. Hizo una
fila de niños:
—Venga niño, mame.
Venga niña, mame. Usted también, señor.
Mi amiga es genial. Desde
que hago stand up comedy me cuenta
sus dramas, con la intención de verse relatada en un local nocturno y reírse de
ella misma, reírse de mí, de nosotras. Reírnos de nuestra crisis de los 40, que
consiste más o menos en preferir morir, que envejecer.
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