SOBRE EL VERBO QUEDARSE (Carta abierta a los venezolanos)

by - mayo 21, 2018



Escrito Por Sol Linares

El país sin amigos, es una tierra extraña. Sin hermanos, sin hijos. Como la pintura de un paisaje del que van desapareciendo los árboles, las montañas, las nubes. Como un edificio donde se van apagando las luces poco a poco. Como una fotografía en la que se van borrando las personas de tu álbum favorito. Vas quedando tú en esas fotos, y tus gestos son cada vez más absurdos. Por ejemplo, se ha ido la cabeza de ese amigo sobre la que ponías los cachitos con los dedos de tus manos, entonces queda tu mano haciendo un símbolo medio rockero y medio tonto. O esa donde abrazabas a dos amigos y quedas tú con los brazos abiertos con cara de Cristo esquizofrénico. O aquella foto donde besabas la mejilla de alguien y ahora estás tú nada más, con los ojos cerrados, y tu bocaza hace un esfuerzo fantasmal y sin sentido. Así es como los álbumes se van llenando de huecos. Tú en el picnic del parque, en la fotito del Pico del Águila, levantando un vaso de cerveza en el bar, soplando las velitas de algún cumple, la noche de las hamburguesas caseras, las inacabables pijamadas de los hijos, en el grado, la playa. Es que un borrador gigante anda suelto por ahí. De pronto te sientes protagonizando una película sobre la abducción.


No es para menos. Cada día te levantas y sales a la calle. La ciudad tiene ese aspecto de reportaje del National Geografic. En cada basurero sobran posibilidades de ganar un Pullitzer. Caminas. Vas al trabajo. Pero esas calles ya no son las mismas. Ves a las personas y tienes la impresión que todas son nuevas, que vinieron de polizontes en el Arca de Noé. Igual te abres paso entre esos desconocidos, algo te dice que hablan español sólo para decir cuán deprimidos se encuentran. Es una escena que se repite en cada metro de la ciudad, todos usando más o menos las mismas palabras y los mismos gestos en una catarsis colectiva, como actores de segunda prevenidos para el casting de the walking dead. En fin, atraviesas los bulevares, las avenidas. Ves en los rostros algo del tuyo: las facciones de la resistencia. Si prestas atención, reconocerás quién se ha quedado atrapado en el país y quién ha decidido quedarse, quién recibe auxilio de emigrantes, quién vive de las estafas a los que se van, quién continúa invirtiendo y quién tiene verdaderas esperanzas. Continúas. Ves que hay gente nueva sentada en los cafés donde antes una amiga gritaba tu nombre. Sobre esa novedad avanzas, nadie te detiene con un abrazo inesperado. En la esquina del semáforo nadie te tapa los ojos y espera a que adivines quién es. Total que la ciudad no es amiga, y sus horrores lastiman más que siempre. Lo entiendes, ahora que le has pasado la lengua a una guitarra sin cuerdas, entiendes que a eso sabe un país sin amigos. Sin hermanos, sin hijos. Sabe a ventana cerrada, a techo de zinc, a bandera guardada. Llegas al trabajo. Contra todos los pronósticos, abres la puerta de la oficina (o del salón de clases, del consultorio, el teatro, o la tienda. O entras al armatoste donde revendes productos). Entras, sientes que te toca la brisa de una singular belleza, es un sentimiento cursi y heroico, el que produce la aventura de llegar al trabajo aún sin pasaje, sin transporte, sin gasolina. Así pasas la mañana. Mientras vendes, firmas actas, escuchas un corazón con el estetoscopio, llenas carteleras con efemérides, administras, litigas, te preguntas (entre sorprendido y rabioso), cómo trabajas un mes para un día de alimentos, y también te preguntas cómo sigues vivo, o cómo es que sigues. Tal vez en el justo momento en que alguien se hace la misma pregunta en voz alta, delante de ti, y cuenta su bitácora, y arrima a la tuya algo peor. Al atardecer, regresas a la parada (ahí se filma otra escena de the walking dead). Si de casualidad encuentras a un conocido, salta hacia ti de la nada para preguntarte, con un fondo de violencia: ¿qué haces aquí?, ¿por qué no te has ido? Es una pregunta odiosa y terriblemente lógica. Tartamudeas. Respondes esquivamente. Escuchas, como cada día, las historias de quienes se van. Escuchas en silencio y un poco abochornado, las noticias del progreso, las bonanzas del afuera, las oportunidades. Todos murmuran en voz alta, de oreja en oreja, el “sueño americano”, el sueño “peruano”, el “sueño chileno”, “el sueño “ecuatoriano”. Por instantes, esos murmullos, essos sueños enjambrecidos te acorralan, le agregan a tu necesidad de sobrevivir la necesidad de irte. Sientes la presión de dos polos opuestos: vives entre la angustia de tu país y la angustia de la frontera. Te despides. Continúas hacia a la parada, cada día es más urgente llegar a casa. Haces la cola. Entiendes que si no mandas al demonio tu moral civilizatoria no podrás irte. Te despellejas con la gente para subir al yutong, o al camión en el que te irás arrumado como un cerdo de monte, sonriendo porque la brisa te espeluca.

Llegas a casa, cansado de lidiar con tantos obstáculos. Tu hija te pregunta:

―¿Por quién sientes más compasión, por la muerte de una vaca o de un pez?

Y tú, con cara de fresa pensativa, dices:

―Por una vaca.

―¿Y eso por qué?

―No sé. Será porque soy de la tierra, como la vaca. En cambio los peces son unos desconocidos.

El desafío, para quienes se quedan, abarca toda la rutina. Y sin embargo, un día te despierta una fuerte visión. Esa visión te saca disparado de la cama. Te ha revitalizado. Sonríes. Sirves café. No sabes en qué momento parecía convenirte un país hecho trizas. Tampoco cuándo te acostumbraste a moverte con la corriente de un cardumen desorientado y desesperado. O en qué instante comenzaste a ponerte de acuerdo con el miedo y la desesperanza. Es verdad. Puede que te vayas. Puede que pagues una fortuna a los estafadores del SAIME. Puede que apostilles tu vida. Puede que tengas que dejarte vejar de algún militar fronterizo. Puede que consigas una visa a algún paraíso latinoamericano donde nadie te quiere demasiado. Puede que abandones tu casa. Puede que te separes de tu familia. Puede que dejes tu ciudad. Pero hoy no. Hoy el cardumen no decide por ti. Ni los emigrantes. Ni el gobierno. Ni Trump. Ni la OEA. Ni la UE. Ni dólar today. Ni la inflación. Hoy quieres descansar de todos ellos. Hoy quieres luchar aquí un rato. Comprendes que aún no lo has entregado todo. Hoy quieres encender las luces de los edificios, llenar las fotos de nuevos amigos, pintar otros árboles, otras montañas, otras nubes. Hoy sabes que tus quejas adormecen tu voluntad. Que eres responsable de la reproducción del terror y la tristeza. Que puedes transformar tus pequeños espacios. Que eres creativo. Que puedes fundar entre las ruinas. Que es hora de trascender las instituciones. Que puedes ayudar a los otros. Que debes denunciar la injusticia sin miedo. Hoy tu visión te arropa: quieres quedarte. Quieres estar entre quienes lloran y ríen a la vez, como locos. Quieres saber qué es reconstruir un país, y hacer nuevos amigos en el intento.

Sorbes café. Miras todo lo que viene. Lo difícil que será. Y es posible que te dominen las ganas de irte cuando todo se vea peor. Cuando solo tengas lentejitas mexicanas en tu plato. Cuando todas las farmacias quiebren. Cuando los oxiuros y la candidiasis y la difteria. Pero hoy no. Quién sabe, tal vez alcances a tus amigos, a tus hermanos, a tus hijos en Santiago de Chile, Lima, Medellín. Tienes ese derecho. Pero todavía no. Algo tienes que hacer aquí antes de que el borrador te elimine de la foto.



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3 Comments

  1. Te felicito, este texto me lo leyó un amigo a través de una conocida y quedé muy movida, muy conmovida por tu talento y honestidad al retratar los sentimientos tan ambivalentes y lo difícil de nuestra situación. Muchos éxitos y gracias por compartir lo que escribes

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  2. Gracias, Mari. Te abrazo grande, donde quiera que estés.

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  3. Hermoso y conmovedor texto, he estado escribiendo algunas cosas sobre el exilio y la migracion desde fuera de Venezuela y es un gusto encontrarme con este texto, te agradezco tambien por percusion y tomate, que la llevo conmigo en la maleta a estos lugares donde no me quieren demasiado.

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