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Sol Linares

DICCIONARIO SENTIMENTAL DE VERBOS

Por Sol Linares






            El 69 es un número extraordinario, ¿no es cierto? Sé que los lectores habrán sonreído al leer el título y estarán de acuerdo con esta apreciación, pero mis argumentos tomarán un camino un poco insólito. Pensemos en esto: de todos los números, no hay otro en la infinitud de números que exista como cifra y al mismo tiempo se comporte como una categoría verbal. Este número, señoras y señores, es un verbo. ¿Qué? ¿Estoy acusando a un número de infiltrado? Lo es. La belleza de esta anomalía reside en que, de todos los números y sus posibles combinaciones, el 69 es el único que nos remite a una acción específica. Para argumentar esta idea, tendremos que responder a una pregunta fundamental: ¿qué es un verbo? La gramática básica nos revela que un verbo es una unidad léxica que denota la acción de uno o más sujetos, en un tiempo determinado. Acción, persona, tiempo. Tenemos entonces al 69 como un verbo, en el que actúan dos sujetos, uno abajo y otro arriba, en oposición, realizando la misma acción simultáneamente.
Un vendedor de billetes de lotería puede refutar diciendo que el 2 también es especial, puesto que en dicho contexto el 2 significa pato. Pero un pato no es un verbo; es un sustantivo. Por regla general los números poseen una naturaleza cuantificable, aunque también sabemos que el significado de todo signo es susceptible de ser modificado según la intención comunicativa. Daré un ejemplo de ello. Supongamos que se encuentra usted en un bar y observa a un hombre sentado en la barra. En una servilleta, dibuja el número 2 y se lo entrega. El hombre lo mirará confundido, exigiendo una explicación. Se entiende, porque el 2 es una cifra que amerita un contexto. ¿2 qué? ¿2 hijos? ¿2 de la madrugada? ¿El número de una habitación? Puede que incluso piense que usted le esté diciendo pato, de manera que su vida dependerá de cuán rápido corra y de lo poco o nada ofendido que se muestre su interlocutor. La reacción sería muy distinta si usted escribe el 69 en una servilleta y se la entrega al mismo hombre sentado en la barra. Las consecuencias son más o menos previsibles; una sonrisa, una cerveza gratis, un beso, un botellazo, todo depende de si usted es hombre o mujer. Podríamos complicar la cadena de reacciones si esa misma servilleta se la entrega a su cuñada, por ejemplo. El día de su boda, por ejemplo. Debajo de la mesa, por ejemplo.
Nuestras reacciones aparecen como el síntoma de que estamos ante una acción sexual compleja, de mayor nivel de intimidad y menos trabas morales. Un niño podrá escribir los números del 1 al 100 sin detenerse. Un adulto escribirá los números del 1 al 100 y es probable que cuando dibuje el 69 ensalive, más o menos como si dibujara un limón. También es probable que se detenga, lo remarque distraídamente con el bolígrafo, y olvide que falta escribir 31 números para llegar a 100 porque traerá a la memoria cierto tipo de asfixia, sabor, y olor (el 69 es un verbo que huele y sabe). Así, el 69 escrito en una cárcel detonará chistes y sonoras carcajadas, pero si lo escribimos en las paredes de un ascensor donde se encuentran atrapadas 7 monjas, cada una hará lo posible por mirar su reloj y alguna gritará desesperadamente pidiendo auxilio. Si de casualidad usted cumple 69 años y por fortuna tiene amigos irreparables, sabe que traerán a su casa un pastel con dos velitas, una en forma de 6 y otra en forma de 9, y le mamarán gallo toda la noche hasta que canten cumpleaños feliz y las velitas caigan dormidas en el cofre de sus recuerdos.
            Siguiendo este orden de ideas, nos hallamos ante un verbo muy particular que hace perfectamente dable su conjugación en tiempo presente, así:
Verbo 69
            Yo 69
            Tú 69
            Él, ella 69
            Nosotros 69
            Ustedes 69
            Vosotros 69
            Ellos/ellas 69

            También admite de buena gana los verbos auxiliares que resuelven el problema de cuándo usted 69 con alguien. Por ejemplo:
Yo he 69 contigo y ha sido fantástico
A Pedro lo encontraron 69 con la mujer de su mejor amigo
Definitivamente no es una situación envidiable, nadie quiere estar en el lugar de Pedro, sin embargo hay que aceptar que, aunque su construcción gramatical articula un signo ajeno a la palabra, satisface su propia semántica.
            ¡Un número que se conjuga! Un número que es un verbo. Un verbo que es viceversa. Un viceversa que es yin-yang. No se trata de un verbo público, nadie quiere que un profesor ponga a nuestros hijos a conjugar el verbo 69 en una clase de castellano. Es un verbo de lo oscuro, un verbo callado, un verbo secreto. Un maravilloso verbo uruburo, en el que yo termino justo donde tú empiezas, y el cuerpo se vuelve el trayecto de un espasmo corriendo de puntillas por un círculo.

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Por Sol Linares
sol.linares.r@gmail.com




a José Miguel Navas

El autobús fue un vehículo largo usualmente destinado al transporte público. Lo juro. De ruta fija, cuatro ruedas o más, ventanas laterales, asientos pareados, distribuidos a lo largo de la nave y separados por un angosto pasillo. Lo juro por mi madre. Eran conducidos generalmente por hombres amargados, de tez cetrina, y uñas en la que se acumulaba una masita negra de aceite, polvo y monóxido de carbono. Lo juro por mi padre. Se hacían acompañar de muchachitos llamados colectores cuya función era recoger el dinero de los pasajeros. Los colectores también cacareaban la ruta a toda garganta. La voz de los colectores, un injerto de cabra y trompeta, debía salir obligatoriamente como de la nariz. Ah vaina, es cierto. Al dinero por cobrar se le llamaba pasaje. Había un pasaje estipulado que aumentaba cada tres meses. A la tripulación se le llamaba pasajeros. Los pasajeros formaban parte del performance. Al autobús subía gente a vender cocosettes, bolígrafos, sudokus. También a pedir dinero mediante historias sorprendentes que iban de niños con hidrocefalia a exconvictos arrepentidos. También subían chamos a rapear contra el sistema; lo juro por mi hermano Josué. En un autobús se veía de todo y se oía de todo; como un vecindario rodante. Nunca hubo demasiado problema para llegar; el problema era caber. Las ventanas servían a modo de marcos cromados de nalgas. En horas pico parecíamos verdaderos espermatozoides confinados en testículos. Entre avergonzados y risueños, nos fregábamos entre sí. Era normal recibir el palazo del pene de un caballero a quien se le miraba con asco y curiosidad. Pero uno llegaba a tiempo. Llegábamos medio frescos, olorosos a jabón Palmolive. Eso era un autobús: una criatura urbana, parecida a un ciempiés gigante atacado por pinceles histéricos. Lo juro. Y puedo jurar hasta que se acaben mis familiares.
¿Ahora? Ahora no hay autobuses, los abdujo la inflación. De veeeeez en cuando pasa uno, lentamente, con el garbo de una pieza de museo. Es que el país es un museo sentimental, todo nos recuerda lo que fuimos, lo que tuvimos, y de tanto en tanto hasta los autobuses le sacan a uno sendos suspiros. ¿Esta era la alharaca por el siglo XXI? Es tan raro ir hacia adelante en un país retrocediendo… Es tan raro caminar hacia el siglo pasado, tan raro avanzar hacia el futuro atado de manos y pies, impulsado apenas por los brinquitos de tu corazón. Porque es el corazón y no otra cosa lo que mueve a cada venezolano diariamente. ¿Lo duda? ¿Han notado todo lo que hacemos para desplazarnos hacia la escuela, el trabajo, la universidad? La respuesta es muy divertida, nos montamos en todo lo que circule a más de diez kilómetros por hora.
Como todo servicio público, al transporte lo moviliza el azar. En principio, nos transportan los camiones para hortalizas y bestias. Uno sube a camiones con cara de vaca y dice mú. Nos cae la lluvia, nos seca el sol. Podría decirse que antes de llegar al trabajo, los venezolanos hacemos fotosíntesis en las bateas de las camionetas, volteos, camiones 350. Puede que tengas suerte y un chico muy guapo y muy loco te mate de risa parándose detrás de ti, haciéndote tararear la canción de Celine Dion, abriéndote los brazos, y repitiendo contigo, agarradita a las barandas de un volteo, la escena clásica de Titanic  (donde Kate Winslet y Leonardo Di Caprio suben a la proa del barco y fanfarronean con sus perfiles en el Atlántico). Y tú abres los brazos con él detrás y cantas. Y ríes. En días así de maravillosos, igual hay que tener cuidado con las ramas de los árboles para que no te vuelen la cabeza.
Cuando no subes a estas “perreras”, te desnarigas para irte en los vehículos pequeños de las buenas personas que recogen pasajeros y aprovechan captar billetes en efectivo. Pagas el doble, el triple. Pagas mucho. Pagas de múltiples formas, en modo muy interesante, con los objetos más insólitos: huevos, tacitas de café, bananas, píldoras de acetaminofén, lentejas. Tengo un amigo que pone cara de niño ausente y pregunta en la puerta: señor, ¿será que puedo pagar el pasaje con este huevito? El chofer lo mira y lo empuja hacia dentro con la quijada. Lo juro.
Como los transportistas regulares no cumplen la ruta completa toca caminar kilómetros, bordear huelgas por gas, agua, luz. Llegas tarde al trabajo, hediondo, aún los días en que nadie cierra las vías por falta de luz, agua, gas. A veces aprovechas que andas arrecho y te detienes en una huelga a protestar por agua, gas, luz, comida, desidia social, mal sueldo y por toda tu perra vida. Digamos, catarsis. Hoy más que nunca, que en la diáspora venezolana también se fueron los psicólogos y ahora atienden los males de nuestros compatriotas en otras latitudes; males como desubicación, falta de arraigo, xenofobia, síndrome del exilio, etc. Ah, pero hay que decir que al país también lo empuja el dedo pulgar. Sí, sí. El dedo pulgar se levanta en mitad de la carretera y cuando estamos de suerte y el conductor de buen ánimo, nos vamos de cola. Si no, puede que pase un bus yutong. El yutong es un medio de transporte más aclamado que Maluma. Los vemos pasar con ojos esperanzados. Son esos autobuses chinos muy distinguidos, vinotintos, que siempre tienen un cristal roto, y que escasean desde que los funcionarios públicos se roban los repuestos para equipar sus propios vehículos o vender sus partes en el mercado negro. Bonitos, los yutong. Uno sube muy a lo ciudadano del siglo XXI, pasa la tarjetita por el lector óptico, entra con un sentido de sofisticación, luego es aplastado por la turba. Ensardinados, asfixiados, preñados, bajamos del yutong con cara de siglo XX.
—Si te sientes solo y quieres recibir caricias, sube a un yutong —dice José Miguel.
¡Oh, llegar, qué verbo tan jodido! Y llegamos. Lo juro que llegamos.
Pero esto no es todo. ¡Falta regresar a casa! Igual, aventones, yutong, jeeps, volteos, camiones 350. Nos subimos a patadas, a dentelladas. Mientras vamos agarraditos al techo de los carros, nos preguntamos cómo no se ha detenido la nación. Resistimos un infarto sistemático de todos sus órganos. Seguimos el paso indetenible de la humanada, contra todo obstáculo. El día salvaje nos devuelve al hogar. Llegamos espelucados, sudados, paranoicos. Así todos los días. Nos acostamos pensando en lo que viene. Tener miedo al día siguiente. Tener miedo de nosotros, cuando cada noche, sobre nuestras camas, se tiende a dormir el salvaje. 
¿Flojos, nos dicen a los venezolanos? No me jodan. Para información global: El coraje dice ahora: made in Venezuela.




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Sol & Janis. Fotografía: Atilio Saavedra

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No sé quién eres. Ni cómo es tu rostro. Ni dónde estás. No sé cómo es tu vida, si eres feliz o sufres. No sé cuál es el paisaje que ves por tu ventana. Ni cuáles son tus fobias o en qué piensas cuando caminas. No sé si eres hombre o mujer. Sin embargo, quiero agradecerte a ti lector, lectora, que desde Venezuela, Estados Unidos, Colombia, Chile, Argentina, Francia, España, Brasil, Nicaragua, Portugal, México, Irlanda, Ucrania, Alemania, Rusia, ¡Alaska!, entras a este espacio y te quedas un ratito. Mi blog es mi casa, gracias por entrar y leer. Siempre digo: Al final uno escribe para ser acompañado y acompañar a otro ser humano que se encuentra en cualquier lugar del mundo, viviendo (como yo) cosas universales dentro de su propia particularidad. Justamente conectar con eso, contigo, es el milagro de la literatura.


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