SOBRE EL VERBO EYACULAR. O ACABAR, QUE TAMBIÉN ES UN VERBO
"Aquí a mis cuarenta, escribo este enunciado de independencia y declaro la eyaculación patrimonio cultural de mi planeta"
Por allá en la adolescencia, a uno se le va la vida en acabar —en términos científicos eyacular—, y desde entonces se nos pasa el día pensando en cómo conjugar ese verbo, en cómo culminar con esa espiral acosadora que concluye en un torrente de ácido hialurónico. Y es que a los hombres, cual dominatriz sueca, la eyaculación nos domina. A punta de latigazos de placer, nos vuelve animales domésticos, nocturnos, matutinos, vespertinos, madrugadores. Regurgitamos sonidos guturales al sentir que en ese riachuelo blanco se escapa la existencia, en un último grito, en un ahhh, en un ufff, en un yeahhhh. Es una exhalación que raspa nuestra garganta, y de repente, después de ese tornado eléctrico de animales feroces capaces de matar, nos transformamos en cachorritos inofensivos con cara de serenidad. Viajamos por esa meseta calificada por Jhonson and Jhonson, es un momento que se vuelve narcótico, adictivo, perenne. Se instala en el centro del cerebro que se envicia rápidamente por las cosas malas de la vida —digo malas porque por la gente dice que lo que da placer mata—. No he muerto aún, y eso que soy adicto a ese momento estelar de la acabada.
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