SOBRE EL VERBO EYACULAR. O ACABAR, QUE TAMBIÉN ES UN VERBO

by - agosto 07, 2018



Escrito por: Juan Viloria

"Aquí a mis cuarenta, escribo este enunciado de independencia y declaro la eyaculación patrimonio cultural de mi planeta"

     Por allá en la adolescencia, a uno se le va la vida en acabar  —en términos científicos eyacular—, y desde entonces se nos pasa el día pensando en cómo conjugar ese verbo, en cómo culminar con esa espiral acosadora que concluye en un torrente de ácido hialurónico. Y es que a los hombres, cual dominatriz sueca, la eyaculación nos domina. A punta de latigazos de placer, nos vuelve animales domésticos, nocturnos, matutinos, vespertinos, madrugadores. Regurgitamos sonidos guturales al sentir que en ese riachuelo blanco se escapa la existencia, en un último grito, en un ahhh, en un ufff, en un yeahhhh. Es una exhalación que raspa nuestra garganta, y de repente, después de ese tornado eléctrico de animales feroces capaces de matar, nos transformamos en cachorritos inofensivos con cara de serenidad. Viajamos por esa meseta calificada por Jhonson and Jhonson, es un momento que se vuelve narcótico, adictivo, perenne. Se instala en el centro del cerebro que se envicia rápidamente por las cosas malas de la vida —digo malas porque por la gente dice que lo que da placer mata—. No he muerto aún, y eso que soy adicto a ese momento estelar de la acabada.
Producida en la minúscula próstata, la eyaculación ha sido objeto de mayúsculas protestas. Muchos fanáticos religiosos y otra sarta de ideólogos la han envuelto en un velo de terror. Les cuento. Yo, en mis búsquedas de espiritualidad, empapado de adolescencia, ingresé a un grupo donde nos hablaban de ángeles alados con diamantes, de hilos de oro amarrados en nuestros ombligos, de técnicas maoístas para recordar exactamente lo que habíamos soñado, una gnosis de nuestras vidas. Pero, prohibían eyacular. Léase bien, eyacular era prohibido. Así que comencé un calvario sudoroso y abstencionista  —a mis quince años yo necesitaba expulsar a como diera lugar ese líquido seminal que ahogaba mis gónadas—, pero no podía, era contraproducente para la salud, decían ellos, se rompía el hilo de oro, se cortaba la comunicación con los ángeles, los sueños no podían vaticinar nuestro futuro más cercano. Claro, no lo logré. Me rendí, no pude, confieso que no pude, lo intenté, pero me lancé por el abismo, las ganas eran potentes, me supo a mierda el hilo de oro cochano ese, mis sueños eran mojados en su mayoría, quería comunicarme con los ángeles pero para bañarlos de mi semen hirviendo, ellos no entendían en su macabro universo que es inaudito no eyacular, insano, inhumano, y salí por la puerta de atrás de aquella secta anti/leche, sin arrepentimientos, sin culpas. Es que imagínense uno en plena masturbación y de repente al momento de eyacular acordarte del bendito hilo de oro. No me jodan. En mis semi convulsiones orgásmicas pensaba solo en un cable de cobre alrededor de mi cuello que no me dejaba respirar, en eso era lo que pensaba, y ellos, los verdugos del placer repetían cual zombies de película, que eyacular solo sirve para procrear. Lo que pueden procrear es un monstruo insatisfecho que años después se convertirá en un psicópata, pedófilo, violador, no sé. Desde entonces insisto en que la religión no debe entrometerse en esos terrenos genitales. Dije adiós, acabé literalmente con esa antitesis de puericultura.
La pobre eyaculación también era esclavizada por mitos abuelísticos: no os podéis masturbar (decían con verborrea casi de real academia), porque hacerlo produce locura y te salen pelos en la mano. Si un abuelo lo veía a uno flaco, decía que es flacura era producto de la acabera; no de la crisis que siempre afecta a estas latitudes tercermundistas. Infinidad de cuentos de esquina vecinal como aquellos, que si el río Motatán era el albergue de tus hijos, que si los cartuchos se terminan, y uno neófito habitante de estas tierras envueltas en montañas, creía, creía que eyacular era un acto ilegal, por eso nos encerramos en el baño por horas a bañarnos o a cagar, para cometer ese crimen masturbativo que finaliza en una pletórica explosión. Aquello repicaba en tu psiquis campesina y concluías que estabas ante una lesiva acción contra la moral, contra la sociedad civil; tocaba salir del bunker cual convicto, con las manos embarradas y pegajosas, evidencia del asesinato de tu pene. Salías del baño ´paranoico, imaginando encima de tu nuca la mirada de tías, abuelos, y demás familiares, pensando siempre en todos los hijos que se habían ahogado en la poceta, otros encarcelados en la rejilla del inodoro, aplastados en las baldosas blancas y mohosas, descuartizados por la toalla manchada y deshilachada. Pero volvías, una y otra vez, como un adicto a las metanfetaminas, a buscar ese implacable momento de placer para saciar tu hipotálamo, sin importar nada, ni miradas, ni flagelaciones, ni escrúpulos. Al final no te importaba convertirte en asesino en serie de tu descendencia, al fin y al cabo eran tuyos. Sin remordimientos, te conviertes en un amante de esa sensación de perpetrar tres veces al día un genocidio de espermatozoides que no sabes si algún día penetrarán un óvulo. Qué coño importa eso, cuando vives la adrelina extrema de escuchar a tu papá tocar la puerta del baño con urgencia de ambulancia. Gracias a dios eyacular es un crimen que sí prescribe, porque aquí sigo en libertad, después de haberse declarado a la eyaculación como un no/crimen de lesa humanidad. Eyaculación vapuleada, víctima de bullyng, de legalidades, de vulgaridades, de patologías, de lugares inhóspitos, de abandono, de violencia, de gargantas profundas, de calificaciones, de cárceles de látex, de velocidad. Sí, porque también los eyaculadores han subido el podium a recibir medallas: de oro si tarda un maratón en aparecer; de plata si logras la pista con vallas o como diría un médico de famila, un perfecto coitus interruptus; de bronce si por una u otra razón llega a la meta precozmente (o se le va el burro en el primer tiro); y en otras, descalificada por forfait, en una caricia muy ardiente sale sin que la inviten todavía.
Aquí a mis cuarenta, escribo este enunciado de independencia y declaro la eyaculación patrimonio cultural de mi planeta. Como sementólogo que soy, izo la bandera y promulgo una ley, en cada apartado ya con base en la experticia y en la experiencia, denomino a la eyaculación como un acto magnánimo, atómico, nuclear, volcánico, renovador, apolítico, romántico. Sí, romántico, eyacular es romántico: cuando es producto del amor es capaz de crear, porque estoy seguro que uno de mis ojos, dos de mis pulgares, una de mis rodillas, una de mis orejas, uno de mis parietales, algunas de mis lágrimas, la mitad de mi cerebro, la mitad de mis andanzas, la mitad de mis concupiscencias, una de mis bolas, la mitad de mi corazón, son producto de una eyaculación enamorada de mi papá.
Le hemos dado mucha importancia a ese momento blanco y gelatinoso del acabar, y nos hemos olvidado de eyacular las guerras, la miseria, las rabias, la intolerancia, de eyacular la mediocridad, la tristeza, el hambre, el caos, la apatía, de eyacular con potencia a los malos presidentes, a los curas pedófilos, a los políticos. Y ya les pido encarecidamente, con la excitación llena de venas y cuerpos cavernosos, déjennos acabar en paz.

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