Escrito por Juan Fiorenza (Argentina)
Buen momento
para hablar del mundial de fútbol.
Uno alienta siempre a la Selección de su país, excepto que no haya
clasificado o que la hayan eliminado. O que no te represente en lo más mínimo, por
múltiples razones. Pero en general, el primer amor, es la Selección del barrio
que te vio llegar a este lío. Pero, ¿qué pasa cuando tu Selección no juega?
Entonces uno hincha por otra, o por varias, según la instancia y la ciclotomía.
Es como divorciarse. Tal vez enviudar: uno tiene su amor en el cielo, pero como
es imposible abrazar a alguien que está bajo tierra, entonces elijamos otro
amor para revolcarnos un rato. Y así surgen relaciones efímeras con otras
camisetas, que decantan quién sabe cómo.
Supongamos (y aprovechemos que aún no debemos pagar impuestos por
suposiciones), que:
a)
Si juega un equipo de Latinoamérica, hincharemos
por él.
b)
Si juega un equipo débil contra uno poderoso,
hincharemos por el primero.
c)
Si juega un equipo que tiene una linda camiseta o
fanáticas con tetas al aire, hincharemos por él, porque al fin y al cabo somos
seres estéticos y un tanto primitivos.
d)
A veces las variables anteriores se cruzan,
entonces no hay forma de prever nuestro enamoramiento.
Por tanto, podemos hinchar por cualquier Selección de un momento a otro.
Sin más lógica que la de gritar como loco frente al televisor, para que la
suerte nos favorezca esos no más de 120 minutos. Porque el amor después de la
muerte es así, cambiante, imprevisible, caprichoso. Mitad rencoroso de la
potencial alegría ajena, mitad nostálgico por el éxito eterno que o vendrá al
país. Fundamentalmente, hincha de lo que ya no puede ser.