SOBRE EL VERBO HOMENAJEAR (POST MORTEM)

by - septiembre 14, 2018

Por Sol Linares

Banksy


***

A Migaja


—Homenaje viene del provenzal homenatge —dijo Roberta Flack muy borracha cuando terminó de cantar killing me softly.
Y qué. El origen de la palabra homenaje es una total porquería, un desastre babilónico. Yo, yo no siento hostilidad directa hacia las manifestaciones públicas de respeto. Es solo que me emputan los homenajes a personas que se vuelven notables solo después de que estiran la pata. No tolero ese tipo de blabladas post mortem. A Galileo Galilei lo mató la inquisición por hereje; casi cuatro siglos después el papa Juan Pablo II pide perdón oficialmente y publican un libro sobre Galileo y Copérnico para poner fin a la controversia. ¿Qué, qué es un perdón oficial? ¿Cuántos libros de Tolomeo compraría Galileo con un perdón?
Eppur, se muove —Dijo Galileo antes de que lo condenaran.
¿Cuántas salchichas se compró Van Gogh con el dinero de las exposiciones en el Museo de Orsay? ¿Cuántos abrigos para el frío de Praga se compró Kafka con la venta de Metamorfosis? ¿Cuánta tinta para sus cartas Emily Dickinson? ¿Cuánta picadura de tabaco Nerval, antes de irse? ¿Cuántos antidepresivos logró comprar Kennedy Toole con la venta de La conjura de los necios antes de asfixiarse?
            —Fumo para homenajearme cada día —dije después de que un borracho me encendiera el cigarrillo.
            —Sol —carraspeó Roberta—, me parece que te estás poniendo intensa.
            —Tú te pusiste intensa medio siglo con killing me softly y hasta ahora nadie se ha quejado —y partí una botella contra la barra para aprovechar de cortarme una vena.
            Nada se cortó. El filo del vidrio ni siquiera rozó mis tendones. La música se detuvo. Los borrachos guardaron silencio. El bartender interrumpió su conversación sobre la uretra. Todos me miraron.
            —Chica —balbució Roberta—, estás perdiendo el glamour.
            Yo, como nunca había intentado partir una botella y suicidarme al mismo tiempo, me acomodé la tira negra del sostén que combinaba con el rímel regado de mis ojos y grité:
            —¡A mí me hacéis homenaje estando viva o no me hagáis un coño!
            —¿Y esta mamarracha por qué habla así? —le preguntó un borracho a otro.
            —¡Porque se me pega la gana hablar en el español de castilla cuando me pongo solemne! —grité colérica.
            El dueño del bar se levantó de la mesa en señal de precaución. El vigilante salió de las sombras y dijo cruzándose de brazos:
            —¿Qué te traes, Galilea Galilei?
            —Hambre, lo que traigo es hambre —Dije.
Igual me subí a la barra, desde donde les miré bastante borracha, como si tuviera en la cabeza la noche estrellada de Van Gogh. Fue bello. Parecía una Zaratustra rellena metanfetaminas, limón y bicarbonato de sodio. Apagaron la música. Los borrachos hicieron silencio, algunos me rodearon. Luego proferí, apuntándoles con el pico de la botella: 
            «No vengáis vosotros a brindar por mí después de muerta, en recitales de poesía o en congresos de narradores. Dadme ahora el vino, los canapés, que tengo hambre y sed, y estoy joven, y estoy viva.»
            Como era todo un caballero el guitarrista de la banda de Roberta Flack, comenzó a acompañarme con arpegios.
«No corráis a concederme premios por novelista equivocada cuando muera. Dadme todo ahora para pagar pasaje, comprar bistec, filetitos de merluza, comer con Manu helados de turrón, llevar a mi madre a Santorini, navegar con Dano en un velero, fundar una casa para viajeros con Josué… Ahora que estoy viva, y puedo, y mi silla de ruedas no ha venido a buscarme.»
Roberta se empinó un trago, le escuché decir shit.
«No me dejéis envejecer o morir para otorgarme el Premio Nacional de Literatura. Dadme esa pensión para comprar cigarrillos, pagarme un diplomado de cine, comprar cremas humectantes, condones, cervezas, un Volkswagen amarillo en buen estado, ahora que estoy joven y estoy viva.
¡Ah, por favor, no celebréis el día de mi muerte en carteleras de escuelitas! ¡Invitadme ahora que no tengo alzheimer y aún puedo decir algo verdadero de mí misma!
¡No vengáis, exitosos ensayistas, a escribir suculentas críticas sobre mi obra después de muerta! ¡Salgamos de esto de una vez y envíen sus insultos a sol.linares.r@gmail.com ahora que estoy viva y no quiero defenderme!
¡Y vosotros, los hombres de corbata, sin huellas dactilares de tanto pasar páginas, no corráis a darme doctorados honoris causa cuando haya muerto! ¡Vamos, hacedlo hoy, que puedo conseguir un mejor empleo y comprar desparasitantes, píldoras con dihidroergotamina para la migraña, ahora que estoy viva, y sufro de jaqueca y lombrices!».
—Hay mujeres que salen como de las novelas de Henry Miller, ¿no es cierto? —Preguntó el vigilante a alguien que lloraba.
«¡No esperéis que me suicide! ¡Me niego a calcinar mi cabeza en un horno hirviente! ¡No esperéis tal cosa para homenajear a Sol Linares en ferias de libros después de muerta! Hacedlo ya, que puedo comprar libros de Bolaño, poner cara de “como agua para chocolate” y caminar del brazo de mi amante y convencerlo, oh, convencerlo de que pasea con una gran mujer, ahora que estoy viva y puedo ser amada.»
—¿Cómo se llama la señora? —Preguntó el dueño del bar al vigilante.
«¡Alcaldes del mundo, no me déis las llaves de la ciudad después de muerta! ¿Qué puertas abre uno con eso? ¿Y dónde? ¡Mejor prestadme una casa en la montaña, con la nevera llena de vinos y morcillas, para escribir una novela que se titule Kamala Gotama, ahora que estoy viva, y soy útil!
¡Y vosotros, lectores, no leáis en moteles baratos párrafos de mis libros después de muerta! Más bien llamad a este número (0272-3485397) y leed en voz alta aquellas cosas que ya no recuerdo que escribí, ahora que estoy viva y no estoy sorda!
Cuando muera, ¡ah, cuando muera!, no saltéis a escribir mi biografía. Escribidla ahora para reírme a carcajadas de mis crueldades, de mis ternuras, de mis errores, ahora que estoy de buen humor, y estoy viva.»
El guitarrista, un hombre hermoso de cabello largo con quien me hubiera gustado pasar la noche si no estuviera casada, le sacaba a las cuerdas mi indignación.
«Y por favor, por favor, os suplico, no vayáis a malgastar el dinero público en lindos epitafios para la Sol de Skuke. Mejor ayudadle a pagar los gastos de mi muerte a mi pobre madre, que se angustia por todo, por el féretro, la cremación, por la sopa de hueso para los invitados, las velas, el café, las pocas camas, que si reza o no reza a alguien que no fue cristiana. Ayudadla, ayudadnos, que somos muy pobres, que morir es tan caro».
Los borrachos aplaudieron. Aplaudieron mucho, como si tuvieran en las manos cascos de caballo. Roberta Flack bebía tequila con lágrimas. Yo bajé de la barra toda Eva Perón, diciendo ya por último:
—Y por lo que más queráis, no dejéis entrar a Christian Valles a mis pompas fúnebres, no dejéis que la presidenta del Cenal lance sobre mi cadáver las rosas negras de sus ojos fríos.
Agotada, me desvanecí en una silla. La luz de un bombillo de 120 watios me arropó, dándome un aspecto trágico y alquiladizo; parecía la mismísima mujer de Sófocles. Una vieja borracha salió de las sombras.
—¿Dónde dijo que puedo comprar su libro Kamala Gotama?
Cuando salimos, Roberta y yo, cantando killing me softly with his son, eran las seis de la mañana. La ciudad estaba iluminada por una luz como de huevo por dentro.

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