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Sol Linares

DICCIONARIO SENTIMENTAL DE VERBOS


Escrito por Sol Linares

Nunca ha sido cómodo para mí leer en el retrete. Pujar y leer no son verbos que pueda conjugar; la angustia, la premura y el placer del momento no me lo permiten. Absolutamente impensable leer a Joyce, por ejemplo, con el culo embarrado, y las pantys en los tobillos, y el incienso, y la terrible ansiedad que me produce pensar que algo descompuesto esté flotando debajo de mí, mirándome, esperando despedirse para siempre. Siento que lo que sale de uno tiene tanta prisa por desaparecer como uno por continuar la vida justo donde la dejó. De niña ir al baño me alejaba de la diversión y a veces podía orinarme. A los 17 años me oriné en un autobús, por el puro placer de atormentar a mi vejiga y hacerle entender quién es la que manda (no ocurre así con mi intestino grueso. Él manda y yo no lo discuto). Sé que mucha gente puede leer en el baño, incluso filosofía. Yo no. No puedo ni leer mensajes de texto, me da la impresión que meto a la gente en el baño conmigo, obligándolos a una siniestra vecindad, cuando en realidad quiero estar sola. La poceta es para cagar, mear, vomitar, fumar y llorar. Lo demás se me antoja incómodo. Incluso tener sexo ahí es tan rebuscado: la tapa del retrete sonando y descalabrándose como la quijada de un esqueleto (con lo caras que están), y ni hablar si el tanque tiene un botecito de agua; uno piensa en el botecito, en el planeta, en lo mal ciudadana que eres, en que coño, la candidiasis. Mi ex marido, el lector más encarnizado y disciplinado que conozco, podía pasar largos ratos sentado en el retrete. Sabía que iba a librar el intestino porque buscaba en la biblioteca un libro y caminaba ágilmente hacia el baño como quien asiste a una entrevista de trabajo. Yo le miraba los pies por la rendija de la puerta, y cuando tardaba demasiado tiempo comenzaba a pasarle notitas por debajo, dibujos con caritas, oraciones desesperadas o caricaturas. Lo escuchaba reír de mis payasadas, después aquellas notas pasaban a convertirse en marca libros. A veces, por molestar, abría la puerta, y podía hacer popó delante de mí y conversar sobre un tema interesante. Yo de ingenua, que tomaba a ésta una costumbre de varones, quedé sin aliento cuando noté que mi hija había heredado de su padre tal arte; con pasos cortos iba al baño a leer y cagar, haciéndome sentir la peor lectora del mundo y la más rara de la familia. 

Fernando Aramburu llama a gente como ésta el lector evacuador. De él supe que Hemingway tenía una biblioteca en su baño, que serían necesarias al menos 40.000 deposiciones para leer Orgullo y prejuicio, y que Lutero recibió una revelación divina sentado al excusado. ¿Cómo, digo yo, podía Lutero leer y deponer en la época humana de las letrinas? Si de niña sentía que la letrina de la casa de mi abuela me jalaba el espíritu y que, en algún fatídico momento, aquel agujero negro hawkingniano terminaría absorbiéndome y yo, pobre niña mestiza, caería sobre la mierda de todos mis antepasados. Definitivamente la verdadera civilización se debe a dos grandes inventos: en 1597 con John Harinton cuando inventó la taza del váter para la reina Isabel I de Inglaterra, a quien debía parecer bastante enfadoso decomer con aquellos vestidos, y la bombilla, que patentó Tomas Edison. Una combinación célebre que sepultó para siempre la maldición de defecar a oscuras. Cabe imaginar, entonces, que a partir de ese momento se multiplican los lectores evacuadores.
Sobre el arte de defecar y deponer, dice Fernando Aramburu lo siguiente:  

En pocas palabras, se retira uno a devolverle al planeta (al noble humus de la corteza terrestre) lo que le tomó prestado por vía oral y, quieras que no, leído cierto número de páginas, sale uno de su provechosa soledad algo más culto e instruido. 

Henry Miller —aunque ustedes no lo crean—, no conocía mejor lugar para leer un buen libro que el corazón de un bosque. Mucho mejor al lado de un arroyo. En su momento llegó a escribir “Consideraciones sobre el acto de leer en el retrete”, en el que admite verlo como un hábito de su juventud al que más nunca visitó. Hace una crítica muy hilarante del hombre modernista, a quien nunca le alcanza el tiempo para nada y cuando va al baño aprovecha de descomer, pensar e informarse. Por qué no ofrecer —dice Miller— una oración en silencio al Creador, una oración para agradecer el buen funcionamiento de las tripas? Ofrecer una oración de este tipo —continúa— cuesta bien poco tiempo, y además tiene la ventaja de sacar a Dante al aire libre, donde podemos relacionarnos con él en términos de mayor igualdad. Estoy convencido de que a ningún autor, ni siquiera a los muertos, le halaga la asimilación de su obra con el sistema de alcantarillado.

     Comulgo con el insensato de Miller en, tal vez, su único arrebato de sensatez. Me niego leer en la poceta. Prefiero leer como Chaplin, con ropa, en una bañera semi hundida en el agua.








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Escrito por Sol Linares


            A Ángela

Cada mes trae a mi cuerpo una semana santa, en que el mundo parece abrirse como una flor y soltar su perfume. Corrijo la mentira de esta frase antes de que alguien se acostumbre a ella: Yo soy la flor, y el mundo zumba con generosa lascivia. Nada brota en el espacio sin que yo sufra un palpitar de útero, que va formando, con la carne que sobra de los festines de los dioses, un nuevo corazón. Lo digo hoy, arrodillada en la hoguera donde quemaron a mis abuelas: mi útero palpita, sí, como un corazón saludable. Lo siento todo, y con los años he aprendido a no pedir disculpas por esto. Es que nadie lo merece. Me mintieron. Los profes, los padres, las abuelas, todos se guardaron para ellos la mejor parte y la más difícil. Cuántas veces me hicieron dibujar el interior de una vulva sin explicarme su espíritu. Cuántas veces recité de memoria frente a una clase abochornada términos como próstata, uretra, escroto, vagina, sin que aquella geografía significara algo. Cuántas veces dibujé el mapa interior de mi cuerpo sin lubricar. Cuántas veces diagramé en la secu los tipos de anticonceptivos que no usé porque ya había castigo en la mirada de mis maestros. Educación sexual —¡jajajaja! —, una clase barata de anatomía. Un mapa, eso nos dieron. Y llegamos a ciegas a nuestro cuerpo y al cuerpo del otro. Ahora, este cuerpo que he aprendido a entender sin ayuda de nadie —acaso una madrastra, la que me enseñó a fumar y a comprender que el orgasmo es un estallido que aprendemos a buscar—, no puede siquiera balbucir una explicación. Es que, ¿cómo decirlo?, una vez al mes la hipófisis me manda un demonio. No sé, tal vez es cierto lo que dice una amiga: hay hombres que hacen retroceder óvulos (esos hombrecitos bobos que envejecen con los bolsillos llenos de canicas y les aterra la vida o cualquier cosa heroica), pero yo, contra mi voluntad, hay un día al mes en que perdono este mundo atroz. Todo me acaricia. Pertenezco a todo y todo es mío en una forma deliciosamente imposible. Un hombre grita de pánico en alta mar y mi cuerpo lo siente. Una mujer gime con su amante sobre una cama en Bangladesh, y mi cuerpo absorbe ese gemido. Un anciano llora sobre el cadáver de su pene y aquella tristeza atraviesa mi cuerpo. Un joven toca la flauta bajo el balcón de su futura esposa y yo abro la ventana. Un niño besa a escondidas a otro niño y me vuelve inocente. Un muchacho recita en la oreja de su amada ese verso de Benedetti: “si te quiero es porque sos mi amor mi cómplice y todo”, y mi piel se hace ola. Un hijo se engendra en Chipre y mi vientre tiembla. Una camarera ordena la cama de un hotel donde se han amado una mujer casada y su amante, y mi cuerpo se arrodilla. Si un hombre bello me ignora, este cuerpo mío lo odia dulcemente. Nace un caballo en los recovecos de Petra y mi cuerpo relincha. Alguien roba una rosa para ganarse una sonrisa y me tomo por dada. Un oso despierta el primer día del verano, y bostezo todo el día como si estuviese naciendo. Mi madre recuerda su juventud y sonríe, y mi cuerpo aletea. Una mujer se ahorca porque la han desamado, y mi cuerpo se asfixia. Un pintor dibuja a una mujer en cueros y yo me desnudo en ella. Una abeja sobrevuela un café olvidado en una mesa del Ritz, y mi cuerpo languidece.  Dos novios se tocan detrás de los arbustos de un parque, y mi cuerpo vigila. En el Tíbet un monje budista por fin despierta, y mi cuerpo lo venera. Un pájaro se posa en el alambre de un tendero, y mi cuerpo trepida. Una chica se masturba en la bañera, y mi cuerpo agradece. Y así, hasta escribir una larga novela del deseo del mundo. ¿Usted lo entiende? ¿No? Sólo nosotras comprendemos lo que es vivir bajo el gobierno de un óvulo. Durante una semana, de cada mes, de cada año, las fronteras del mundo desaparecen de mi cuerpo. Los opuestos fraternizan. Nada está lejos, ni cerca. Nada es blanco o negro. Feo o bello. Ajeno o propio. Todo se vuelve repentinamente sagrado, me posee un arquetipo, alguna diosa de mis ancestros. Y si de casualidad me observo en el espejo y veo que he sido tallada por esa mano harta que esculpiera la Venus de Willendorf, no puedo sino rendirme inmediatamente. Atravieso la alcoba con orgullo. Soy la madre de todos los seres; por mi deseo han sido creados. Camino altiva, nada puede hacer que una mujer desee lo que no desea, tampoco nadie puede detener el paso de una mujer que ha fijado su deseo en una cosa viva, inanimada o muerta. Si usted es tuerto y una mujer lo desea, pondrá en su rostro mil ojos. Si usted no es brillante y una mujer lo desea, le hará resplandecer la boca. Si usted tiene miedo y una mujer lo desea, lo hará valiente. Si usted fracasa por costumbre y una mujer lo desea, le hará construir un imperio. Todo esto lo hace un óvulo, por eso no me disculpo. No me disculpo si una noche lo busco y lo tiendo en la cama, no me disculpo si no sé su nombre y me he marchado, si recito versos en el nacimiento de su cuello, si prometo quedarme, si no lloro cuando me abandona, si lo miro con hambre, si desnudo el mundo en mi cabeza, si monto su cuerpo hasta que las cosas por fin se callan. Ya ve, todo me incumbe. Todo me toca. Incluso me toca la silla donde me siento a planificar besos robados magistralmente. No soy yo; es el espíritu de un óvulo liberado donde viaja Afrodita. Ella llega cada mes, y cada mes me enseña a amar las cosas como son. Calienta el pesebre donde yo, violenta y expuesta, renazco. Pone sobre mí su mano tersa, y enseguida me convierte en una mujer compasiva y amable. La risa penetra la sangre y la decencia. Si quisiera, pudiera poblar de hijos otro mundo.

Pero el hechizo se acaba. El óvulo poco a poco se seca. En pocos días es una casa quemada. Entonces retorna a mi cuerpo el viejo sarcasmo, mi concubinato con Cioran. Y vuelvo a ser yo, la misma mujer hosca, fea, indiferente y cobarde. Y usted, usted vuelve a quedar lejos y sombrío y etc. Y el mundo vuelve a ser el mismo mundo mísero, gris, condenado.

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Sol & Janis. Fotografía: Atilio Saavedra

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AL LECTOR

No sé quién eres. Ni cómo es tu rostro. Ni dónde estás. No sé cómo es tu vida, si eres feliz o sufres. No sé cuál es el paisaje que ves por tu ventana. Ni cuáles son tus fobias o en qué piensas cuando caminas. No sé si eres hombre o mujer. Sin embargo, quiero agradecerte a ti lector, lectora, que desde Venezuela, Estados Unidos, Colombia, Chile, Argentina, Francia, España, Brasil, Nicaragua, Portugal, México, Irlanda, Ucrania, Alemania, Rusia, ¡Alaska!, entras a este espacio y te quedas un ratito. Mi blog es mi casa, gracias por entrar y leer. Siempre digo: Al final uno escribe para ser acompañado y acompañar a otro ser humano que se encuentra en cualquier lugar del mundo, viviendo (como yo) cosas universales dentro de su propia particularidad. Justamente conectar con eso, contigo, es el milagro de la literatura.


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