Parricidio

by - abril 13, 2019





Prefiero un poco de leche en el té, dijiste. Yo me puse nerviosa y no supe dónde poner tu sombrero, Miyó dijo que lo encontró en la nevera, oloroso a cilantro y un poco acostumbrado a su fatalidad. Pasa a menudo, no saber de mí y dejar objetos donde no van o donde irían si el mundo tuviera otro orden.  Miyó, ¿es que el té lleva leche? No sé, no sé, dijo Miyó, sacudiéndose la cabeza como espantando mosquitos. Hubo que batir leche, pero siempre dudé, y como tenías la nariz aguileña no quise preguntarte a dónde nos llevaría toda esta confusión. Metí una cucharada de leche en polvo en mi boca y de pronto sentí que yo era mala. Fue porque ahí en lo oscuro se acumularon tres cosas definitivas en mí: el sabor pastoso de la leche, la lluvia tronando sobre el techo de zinc y la presencia de un forastero en la sala de quien de pronto no quise separarme jamás. En lo oscuro, un hombre desconocido siembra en uno incertidumbre, terror y lealtad. Tú habías llegado sin hacer ruido, como llegan algunas cosas, sobre delicados resortes. Cada quien andaba en lo suyo, Miyó hervía papas en la oscuridad mientras que yo me tropezaba con todo buscando las velas, a lo mejor me tropecé contigo creyendo que eras el perchero, es posible, cuando se va la luz las cosas parecen gente, o es la gente que parecen cosas, en esto también me confundo. Pero no, lo hubiera sabido porque en el perchero a veces duermen algunas gallinas, así que me hubieran caído a picotazos de haberlas despertado. El invierno era nuestro peor inquilino, vivíamos como velas arrumadas, gráciles e inútiles cocotales de luz. Así estábamos. Tú traías la gravedad de un verdugo desempleado que bebe té con leche y se sienta cerca de las ventanas. Depositaste un libro sobre el muro donde Miyó había apiñado el resto de las hortalizas que sobraron de la sopa, las que más tarde mordisquearían los cochinos en el redil, jalados hacia la muerte por hocicos esponjosos y suaves. Miré el libro, era la gramática alemana de Borbolla, en el cual conseguí tiempo después una foto de Lorca, la misma foto que empeñabas en el bar de La Viuda para darle largas a la noche en vista de que la matrona había representado a Teófila en su juventud. En la foto, Lorca se me pareció mucho a Kafka. No sé, pudo ser el cabello enrulado y corto, pero yo creo que más por el corbatín de lazo, creo que los asocié por el corbatín. Lo cierto es que con eso se cumplía un sueño muy varonil, a los hombres les gusta ser protegidos por el amor de una puta intelectual. Y se me ocurrió porque olías a beso, a monte, a machete, y a ese olor que tienen los hombres cuando guardan bajo la solapa una consumación, una musa. Habías metido lo mejor de tu pasado en la maleta: la infancia, aquella gramática de Borbolla, veinte libros robados y algunas vírgenes. Por eso nunca te dije que aquella gente seca te quedaba bonita, las chicas del burdel, La Viuda, su astuta melancolía, su boca de fresa vieja. Parecías un girasol erguido en medio de frutas deshidratadas. Mezclé la leche con el té. No lo probé, me dio asco. Te serví la taza en silencio. Busqué galletas en los estantes, pero sólo encontré cadáveres de galletas, cubiertas de pelusa verde. Mastiqué algunas, luego las escupí porque sabían a verde falso y a alas de polilla. De vez en cuando un relámpago venía a iluminarte la cara; duraban tanto los relámpagos que me daba tiempo de saber lo suficiente de ti, como por ejemplo que tocas la armónica y cantas canciones a tu caballo, que no amas a nadie, que eres huérfano. Eso lo supe en lo oscuro, al amanecer seguramente ya no serías el mismo hombre y no te reconocería. Miyó andaba loca espantando a las hormigas que se concentraban alrededor de un grumo de huevo. En esta casa las hormigas son omnívoras. No sé si todas lo sean; las hormigas de la señora Astrid prefieren el silicón, tampoco sé si se lo comen o se drogan con él, especulo que será esto último, porque se congregan alrededor de los pegostes y regresan a sus terráculos casi livianas, sin la carga de la especie. Los relámpagos también te iluminaban la nariz y la cuenca de los ojos. Al día siguiente comprobé que tienes los ojos azules, esto me sorprendió mucho, casi me decepcionó, y tuve que acostumbrarme a ser mirada por otro hombre que jamás imaginé. Bueno, esa noche no supe qué decirte cuando sorbías el té, Miyó hacía mucho ruido espantando las hormigas, si hubiera sido yo, me mojo el dedo con saliva y las pego, una por una, sin furia; es una técnica fantástica incluso para recoger azúcar, semillas de ajonjolí, cabezas de fósforos y algunas derrotas. Llovía. No supe si yo era una feliz o triste, a veces ambas cosas se parecen. Mi padre juntaba las bestias en el porquerizo, su voz penetraba los arbustos y hacía vibrar los cristales de las ventanas, también mis tímpanos, y el corazón. Miyó se aproximó al fuego. Se quedó mirándole. Es algo que suele hacer, me parece que entiende el lenguaje de los palos chamuscados, el discurso de las cosas que crujen y se revientan por dentro. Yo no podría, no tengo carácter para mirar a un palo seco quemarse sin defenderse. Por eso me puse a mirarte, de la misma forma en que Miyó miraba la candela, porque me pareció que mirarte así era algo grande. Lo notaste. Te sonreíste con la mitad de la boca en la penumbra, fue un gesto raro, incompleto, pero yo me conformé con esa mitad, advertí que ya dependía de mí ir a buscar la otra parte de tu boca y al juntarlas, hacerme una idea del lugar a donde van a parar las otras mitades que te reservas. Relampagueó de nuevo y supe que estábamos mejor sin luz, así podía verte sin molestarte a ti ni a Miyó. Mi padre entró a la hora de la cena. Inexpresivo, se sentó en el sillón donde deben sentarse más o menos todos los padres a inventariar las sombras, a mirar las telarañas con algo de rencor y tranquilidad. Yo me asusté cuando dijo: Abby, la cena. Corrí a la cocina. Tenía miedo porque ya no podría atender a mi padre con la misma exclusividad, tú estabas cerca de la ventana jalonando todas las formas del amor, robándole algo a papá, no sé qué exactamente, pero me dio miedo que fuera a pedirte lo que era suyo. Serví los garbanzos con torpeza, cayeron espesos en el plato de peltre. Hubiera querido que fueran de porcelana los platos, admito que algunas cosas me avergüenzan de la pobreza, pero aunque tuviera platos de porcelana, hubiera puesto en ellos los mismos garbanzos, que finalmente daba lo mismo. Me comí algunos garbanzos mientras Miyó, agotada de traducir las sílabas quebradizas de los palos quemados, se metía aire entre las piernas con la falda. Notó mi agitación. Las arepas se habían inflado en la parrilla. Eran perfectas, alegres y redondas. Puse a asar trozos de queso sobre el fuego, el queso es noble, se adapta a las formas de algunas pasiones. Mi padre y tú se medían en la oscuridad. Si alguno de vosotros hubiera hecho un esfuerzo, habría tenido ventaja sobre el otro. Yo quería meterme debajo de la cama. Pero los ojos de las gallinas me dan miedo, siento que si las miro fijamente perderé el sentido de la realidad y ya no sabré distinguir quién es la gallina y quién es Abby. Me quedé junto al fuego a esperar que los quesos se escurrieran sobre el metal con el efecto de la lava. Ahí me puse a pensar en algunas cosas importantes, era la primera vez que tenía ganas de irme, y en esto sentí un tipo de traición. Después de entonces, jamás fui la misma. Lo supe. Serví las arepas en la cuenca de barro, y sobre ellas, algunas papas, acomodadas con la coquetería de un sombrero estival. Llevé los garbanzos a la mesa, pero no pude mirar a papá, hubiera sabido que ya no era la misma, que algo sinuoso dentro de mí ganaba espacio. Con un gesto de caballo, papá me preguntó por ti. Es un forastero, le dije. Luego, con otro gesto de caballo, me ordenó servirte la cena. A la rivalidad de los hombres se impone una rara generosidad. Yo no quería servirte sopa. Te hubiera dejado morir de hambre para que no vieras un tesoro tan esmirriado, los platos de peltre, y mis uñas sucias, no es lo mismo estar sucio para uno mismo que estar sucio para los demás. Y aunque todo estuviere en penumbras, las uñas sucias estarían allí, esperándome. Me ruboricé. Quería desobedecerle a mi padre. Giré. Destapé la olla. Iba a decir que no había más sopa, pero era ridículo, me sobrepuse, eché una montaña blanda de garbanzos en el plato, tiré el queso sin atender la forma en que caía, y te llevé leche sin té, o té sin leche, ya no recuerdo cuál de las dos y temo que no sea lo mismo. Luego escuché tu voz. Le decías algo a mi padre que lo supo entender. Soltaste una carcajada. Un calor espontáneo me tomó por sorpresa la garganta y el pecho. Si se hacían amigos, todo sería más fácil, inútil, pero más fácil, nadie notaría mi ausencia, nadie me guardaría rencor. Un relámpago apagó las voces de ambos. Miyó sonreía, mirando el fuego otra vez, y su risa era negra, oscurecida por el chimó. Con Miyó tapizada de tabaco macerado, escuchando la historia íntima de un palo seco, todo perdía solidez. Necesitaba una aliada para marcharme, sin embargo, Miyó sólo tenía cabeza para los crujidos. Una aliada debe, por lo general, tener conciencia de lo que encubre. Miyó no tenía conciencia de nada, daba lo mismo persuadir a las gallinas. Te escuché preguntarle a mi padre cuál camino te llevaría a Quebrada de Cuevas. Seguí su alegre explicación, tras la cual te ofreció posada, por lo menos hasta que dejara de llover. No aceptaste. Y luego se quedaron en silencio de nuevo. Los hombres saben cuándo aceptar los favores de un rival, y siempre se guardan para sí sus razones. Mi plan ahora dependía de cada vez menos cosas, por ejemplo, de que te levantaras de la silla y tomaras cualquier camino. Yo te seguiría. Fui al cuarto, tomé mi ropa, tan poca que cupo en una bolsa de plástico. Sacando los zapatos de debajo de la cama desperté a algunas gallinas, se agitaron sin ganas, con un movimiento perezoso y familiar. De regreso, cada quien estaba en su sitio, prueba clara de que nada se había alterado. Mi padre postergaba la sopa con sorbos de abeja. Tumefacto, buscaba tiempo para saber cosas sobre ti, también para escuchar los sonidos humanos debajo de la lluvia. Comías sin hambre, y no me espantó que llegaras a hacerlo todo de esta forma, al contrario, llegué a admirarte, algo me decía que estabas educado para la simpleza. Los forasteros son ávidos para todo menos para hacerse entender. Te levantaste, pediste tu sombrero. En la oscuridad, lo busqué. Lo encontré cerca de Miyó, sin llegar a mecerse con la ventisca. Yendo hacia ti me guió un instinto: sobre la repisa, la gramática de Andrés Bello. Lo traje conmigo dentro de la bolsa de plástico. Llevaba lo que necesitaría para entendernos, para nivelarme. Busqué la mirada de Miyó. Algo se estaba quemando dentro de ella. La abracé con fuerza. Se defendió como una gallina sordomuda. Fue fácil quebrarla. Su cuello crujió como un madero. La dejé sobre la silla, acomodé su cabeza en dirección al fuego. Tomé un cuchillo sin detenerme a pensar qué forma convenía. Con un corte alongado desvié la línea de la suerte, mi mano se encogió del dolor. Pero ya era fuerte, titánica, invencible. Me acerqué a la mesa. La hoja del cuchillo atravesó el corazón de mi padre, lo clavé con un movimiento corto y seguro, como si buscase paralizar algo más allá de él, como si siempre hubiese estado preparada para buscarlo donde fuere. La brisa intentaba apagar las velas, pero tenían el fuego bien sembrado. Luego te alcancé, ibas bordeando los charcos y las heces de las vacas. Subiste al caballo. Diste conmigo a la entrada del cobertizo. Me miraste, miraste hacia la casa. La oscuridad nos protegió. Y subí contigo. No tengo quejas. Quizá una, ahora que somos dos entre las cosas llueve menos.   



(Pertenece al libro de cuentos "La circuncisa". Monte Ávila Editores, Venezuela 2011)

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